Francisco Serrano fue un militar y político español que nació en la isla de León, San Fernando (Cádiz) el 17 de diciembre de 1810 y falleció en Madrid el 25 de noviembre de 1885. El Duque de la Torre y conde de San Antonio, consorte, por su matrimonio con su prima hermana Antonia María Micaela Domínguez Borrell, tiene una de la más brillante Hoja de Servicios de cuantos militares ha tenido España.
Su mujer, hija de los condes de San Antonio ― que había nacido en La Habana el 13 de junio de 1831 ― y con la que tuvo cinco hijos ejerció mucha influencia en la política española de su tiempo por su matrimonio con el que había sido el favorito de la reina Isabel II y posterior enemigo acérrimo de la soberana.
Su ambición desmedida de poder le hizo cambiar de orientación y lealtades a lo largo de su vida con bastante frecuencia. Serrano fue además de regente del Reino, capitán general, presidente del Gobierno Provisional, presidente del Poder Ejecutivo de la República, ministro Universal, presidente del Gobierno, gobernador de Cuba, presidente del Senado, vicepresidente del Congreso de los Diputados, embajador de España en París, ministro de la Guerra, ministro de Estado, director general de Artillería, jefe del Partido de la Unión Liberal desde 1867, y fundador y jefe del Partido de la Izquierda Dinástica, fue Grande de España y estuvo en posesión del Toisón de Oro y de todas las condecoraciones y distinciones tanto civiles como militares españolas y extranjeras de su época.
Su padre, Francisco Serrano Cuenca, fue un militar liberal español que participó en las Cortes de Cádiz entre 1834 y 1836 y que había luchado en la guerra de la Independencia en la defensa de Cádiz, por lo que fue perseguido por Fernando VII.
Serrano estudió en el Colegio de Vergara, institución dedicada a educar hijos de nobles, funcionarios de estado y militares. A los doce años era ya cadete del regimiento militar de Caballería de Sagunto. En 1833 regresó al arma de Caballería. Hasta entonces ya dio muchas pruebas de gran valor y aptitud para el mando.
Participó en la I Guerra Carlista y allí comenzó su época de gran soldado y consolidó su prestigio militar en los siete años que duró la guerra. Ascendió en la carrera militar por méritos de combate y afianzó su amistad el joven capitán de infantería Leopoldo O’Donnell, una relación que con el paso de los años se haría muy sólida.
Tras ascender a Capitán — por su valerosa conducta — fue acogido como ayudante de campo de Espoz y Mina y obtuvo como comandante el mando del escuadrón de caballería de la reina y la Cruz laureada de San Fernando. En 1837 estuvo a las órdenes del general Oraá y también de su padre. Después, como Teniente Coronel, destacó por sus acciones militares a caballo frente a los sublevados carlistas, entre los que hubo 200 bajas entre muertos y heridos y dio muerte con su sable a cuatro facciosos. En 1839 ya era coronel al mando del regimiento de caballería en Cataluña — por la gallardía que desplegó en Lucena junto con Juan de la Pezuelam — y cosechó victorias importantes en Lérida. Después de ser Brigadier en 1839, volvió a ser condecorado con la Cruz laureada de San Fernando de primera clase. En Morella fue herido de un brazo sin querer retirarse, por ello del campo de batalla. Ese mismo año fue diputado por Málaga. En 1840 fue destinado en Cataluña, donde le confiaron el mando de la II división, colaboró con el Partido Progresista y votó a favor de Espartero como regente en mayo de 1841. Ascendió a Mariscal de Campo por nuevos hechos de armas que honran su memoria, por combatir al enemigo y recibir una aclamación general del ejército. El 10 de julio recibió la Cruz de San Fernando de tercera clase.
Entonces empezaron las murmuraciones acerca de que los ascensos de Serrano eran debidos a la predilección que le mostraban los gobiernos progresistas (1836-1840) por su talante liberal, que condujeron al ostracismo de María Cristina y el nombramiento del duque de la Victoria como regente del reino. Después de todo, tras el bombardeo de Montjuic, ordenado por Espartero en diciembre de 1842, se fue generando una desconfianza generalizada hacia la figura del duque de la Victoria en España y a título personal se fue abriendo una brecha entre ambos militares. Serrano se puso al frente de la revolución que quería liquidar la regencia de Espartero; para derrocar al duque de la Victoria como regente, se acercó entonces a Narváez, ayudado también por su amigo en el campo de batalla Juan Prim. Se unió a otros que también se habían separado ya entonces del duque de la Victoria, como eran Joaquín María López, que ya había presentado su dimisión, Salustiano Olózaga y Manuel Cortina. En julio de 1843 se firmó el manifiesto que destituía al regente Espartero, que el día 30 abandonaba España rumbo a Inglaterra.
El 8 de noviembre de 1843 comenzaba el reinado de Isabel II otorgándole la mayoría de edad con tan solo trece años. Serrano tenía ya grandes diferencias con Olózaga y rompió con los progresistas. Mientras era favorito de la reina Isabel ocupó la cartera de Guerra con treinta y tres años, cuando Narváez gobernaba en momentos de crisis institucional en alternancia con otros y en 1845 fue nombrado Senador. El apodo de “General bonito” se debe a los tiempos en que era un secreto a voces que era el favorito de la reina Isabel II tras la imposición y el desacuerdo anterior de a reina de contraer matrimonio con el infante Francisco de Paula, de tendencia homosexual, a los dieciséis años de edad. Por la cercanía con la reina obtuvo numerosos favores y aprovechó la cercanía a su figura como instrumento de poder hasta que fue apartado de su lado y desterrado a la Capitanía General de Granada en 1848. Allí se retiró unos años de la vida pública a las tierras de su familia en Jaén e incluso viajó a las islas Chafarinas y a Rusia para estudiar su organización militar.
En 1854 se unió a O’Donnell, suscribió el Manifiesto de Manzanares redactado por Cánovas, participó en la Vicalvarada y apoyó el retorno de Espartero. Fue embajador en París. Entre 1856 y 1858 contribuyó a la formación de la Unión Liberal, partido político liderado por O’Donnell, al que después sustituirá. O’Donnell le había nombrado Capitán General de Madrid y miembro de la Junta de Defensa Permanente del Reino. Juntos sofocarían los violentos sucesos de 1856 que pusieron fin al Bienio progresista. En agosto de 1856 asumió el puesto de embajador en Francia. Serrano, dentro de la ambiciosa proyección en política exterior de Napoleón III, estaba al tanto de los planes del sobrino de Bonaparte de intentar vender Cuba a los Estados Unidos y la cesión de Mallorca y Menorca a Francia. Fue felicitado por Isabel II por sus cualidades como embajador y por mantener buena relación entre ambos países el tiempo que duró en el puesto.
De septiembre de 1859 a 1863 ejerció como Capitán General de la isla de Cuba, de donde era originaria la familia de su mujer y donde llevaría cabo una labor conciliadora positiva escuchando las demandas de los criollos, una capitanía solo enturbiada por la campaña de México, cuya expedición liderada por el general Prim preparó. Recibió un trato humano y cortés en la isla, aunque no frenó el tráfico de esclavos, accedió a escuchar las peticiones de reformas de los criollos, fomentando una mayor participación de los autóctonos en la administración de Cuba en sustitución de funcionarios peninsulares. La nueva clase criolla reclamaba mayor autonomía para la isla en la toma de decisiones, aun cuando el gobierno de España era reticente a esas concesiones por miedo a perder el control sobre las instituciones, pero “había que resolver las cuestiones cubanas, era una cuestión de decoro nacional”. En 1863 se creó el Ministerio de Ultramar, independiente del Ministerio de Guerra, al tiempo que O’Donnell presentaba su dimisión a la reina en lo que anticipaba el ocaso de su reinado.
Serrano recibió la condecoración del Toisón de Oro por la sofocación de la sublevación del Cuartel de San Gil y el título de Duque de la Torre. Ocupó la presidencia del Senado en 1856 y 1866. En 1865, la caída de Narváez se vio precipitada por los hechos ocurridos en la Noche de San Daniel. Un año después, en 1866, la reina llamaba de nuevo a Narváez en lo que parecía una ingratitud manifiesta hacia los servicios prestados hasta la fecha por O’Donnell.
En 1867, Serrano asumió la jefatura de la Unión Liberal por el fallecimiento de O’Donnell. No tardaría en manifestar su declarada oposición y resistencia a la reina, de la que había sido su favorito, lo que le suponía el acercamiento a los progresistas y el destierro a las islas Canarias en 1868. Logró tomar parte en el gran pronunciamiento anti isabelino y desembarcar en Cádiz y firmar con el almirante Topete, artífice del levantamiento, y junto a Juan Prim el manifiesto “España con honra” que decía así el 19 de septiembre de 1868 en Cádiz:
Aquello desembocó en la revolución de la Gloriosa de 1868, pues cuando llegó a Madrid la noticia de la victoria ya no fue posible contener al pueblo y se instaló una Junta Revolucionaria presidida por Pascual Madoz. Estos hechos le hicieron a Serrano entrar de manera triunfal en Madrid tras la victoria en Novaliches frente al ejército gubernamental. Mientras el grito de “Abajo los Borbones” recorría la península de noche y de día, Isabel II y su corte huían despavoridas de Lequeito a Hendaya, Francia, ante la imposibilidad de regresar a la capital y una idea republicana que alarmaba al gobierno. Allí, en el vecino Imperio, y gracias a la amistad de la reina con Eugenia de Montijo, encontraron alojamiento antes de instalarse en el Palacio de Castilla en París.
Desde el 8 de octubre de 1868 se erigió en el nuevo jefe de gobierno provisional y las Cortes le nombraron en junio regente del reino de España hasta que se proclamase un nuevo rey mientras se aprobaba la Constitución de 1869 “que – según él- respondía a las aspiraciones de la época sin peligro para la libertad y el orden”.
Serrano sería uno de los protagonistas del sexenio revolucionario y estuvo como presidente de Gobierno los años que reinó Amadeo de Saboya, aunque no logró jugar el papel estabilizador que hubiera podido consolidar en el trono al italiano.
Tras su paso por el destierro de Biarritz Serrano había regresado a España como Capitán General en jefe del ejército del Norte antes del golpe de Estado del general Pavía en 1874 y aceptó el cargo de presidente del ejecutivo de la República en enero de 1874, iniciándose un régimen presidencialista indefinido y sin representación parlamentaria que precipitó el éxito de la causa alfonsina. Disolvió las Cortes en 1874.
Serrano no reconocería rey a Alfonso XII hasta que volvió a Madrid en 1875 y se puso al servicio del nuevo rey en ese camino que ya se había abierto con Cánovas del Castillo para la restauración de los Borbones y que se cerró con la proclamación del nuevo rey en Sagunto por Martínez Campos cuando Serrano se encontraba en Tudela. Le hubiera gustado ser el Mac-Mahón español, pero quedó desairado cuando eligieron a Sagasta como líder liberal en un intento de alejar a la clase militar de los puestos de poder, aunque él confesó:
“Si la corona considerara oportuno mi concurso, se lo prestaría gustoso, pues así sirvo a la patria, al Rey y a la libertad, tantas veces defendida por mí en los campos de batalla”.
Su muerte, el 25 de noviembre de 1885 en Madrid, al día siguiente de la del rey, pasó prácticamente inadvertida, aunque fue recordado como “Hombre de las crisis y de las situaciones límite que siempre supo resolver”. Hubo quien le apodó como “El Judas de Arjonilla” por su tendencia a la traición. Eran conocidas las virtudes del duque de la Torre como su sentido del honor, del deber y el servicio, pero eran claras sus tendencias dictatoriales también por la dureza mostrada por los fusilamientos de Diego de León y sus compañeros tras el intento de rapto de la reina Isabel II y sus hermanas, con 11 y 9 años de edad respectivamente. Por otro lado, su mujer, de origen criollo, tenía fama de ser ambiciosa y frívola. Francisco, el segundo de sus hijos, tuvo un desgraciado matrimonio y escribió un libro tras la publicación del folleto: Los Duques de la Torre y el casamiento de su hijo. Era conocida su afición a la caza en la finca cordobesa de El Socor: “A cinco leguas de Andújar, en el corazón de Sierra Morena. Pertenece al Excmo. Sr. Duque de la Torre y sirve de apeadero á las personas invitadas a las monterías con que una vez al año por lo menos obsequia el Señor Duque á sus numerosos amigos de Madrid y provincias. “
Si algo fue evidente es que la rapidez de sus ascensos militares se debió a sus merecimientos, posiciones que luego supo aprovechar en lo que consideraba provechoso para honrar a la nación, como era que los partidos políticos sufrieran una gran transformación una vez restaurada la monarquía.
Sus restos descansan en la Iglesia de los Jerónimos de Madrid. Su apellido hoy da nombre a la más lujosa e ilustre calle de la capital.
Inés Ceballos