LA SANTA DE AVILA, TERESA DE JESÚS

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Santa Teresa de Jesús, Doctora de la Iglesia


Ávila quizás no sea consciente de que debe su Santa al abuelo José Sánchez de Toledo, casado con Inés de Cepeda, cristiana vieja de Tordesillas, el cual, seguramente, debía conservar todavía los ritos y costumbres de Moisés, puesto que en 1483 se reconcilió con la Inquisición. Condenado por judaizar el abuelo José tuvo que procesionar durante siete viernes por las iglesias de Toledo con el sambenito a cuestas. Mas, cumplida la condena, José Sánchez lió sus bártulos, abandonó su próspero negocio de paños y con toda su familia se trasladó a Ávila. Y en ella, el desconocido cripto-judío volvió a prosperar, mientras su hijo Alonso, casado con Catalina del Peso, iba poniendo el apellido Cepeda a su descendencia. Catalina falleció y el joven viudo casó de nuevo con Teresa de las Cuevas, la cual le dio trece hijos, entre ellos y el 28 de marzo de 1515 su hija preferida, Teresa Sánchez de Cepeda y Ahumada, la futura Santa de Ávila.

Posiblemente dado este antecedente, el padre Gracián años después empezó a indagar acerca de la limpieza de sangre de la ya madre Teresa, siendo ella rauda en darle respuesta; “Padre, a mí me basta ser hija de la Iglesia y me pena más haber hecho un pecado venial que descender de los más viles hombres del mundo”. El carácter de Teresa ya se había mostrado en acciones precedentes.

 A los siete años conocido es el hecho de su partida hacia tierra de moros, acompañada de su hermano Rodrigo, con el fin de ser martirizada. Solamente llegaron a los Cuatro Postes, a un kilómetro escaso de las murallas abulenses, donde fueron alcanzados por un tío. Sin embargo, ello no fue obstáculo para intentarlo de nuevo, en esta ocasión para entrar como novicia en el convento de las carmelitas de la Encarnación. También con nulo éxito.

Con 13 años, en 1548, quedó huérfana de una madre que era su confidente, su preceptora de aficiones y lecturas. Había abandonado los libros de santos y devocionarios para suplirlos por libros de caballería, tan en boga en aquellos tiempos, coquetear con sus primos y embellecerse con pinturas. Todo aquello no fue del agrado de su padre, devoto cristiano, quién decidió ingresar a la galana moza en el convento de las Agustinas de Gracia, en la misma Ávila, en donde educaban a las doncellas nobles o de familias acaudaladas con destino al matrimonio.

En tales faenas aparece la monja agustina Maria Briceño quien, durante la estancia de Teresa en el convento, la retornó a la fe, y la joven se planteó entrar en religión. La oposición de su padre, don Alonso, fue absoluta; sin embargo, una enfermedad en Teresa y la visita a un tío suyo ermitaño, Pedro de Cepeda, prestándole las epístolas de san Jerónimo, la impulsaron de nuevo a profesar. En esta ocasión, el buen padre, claudicó y se avino a que su amada Teresa entrase en el convento carmelita de la Encarnación abulense, incluso dotándola generosamente. Era el año 1535, la joven novicia tenía 20 años.

Llegaron los tiempos de las penitencias, de las angustias interiores y de una extraña enfermedad que la tuvo postrada en cama. Su estado era tal que incluso se la dio por muerta, preparándose su funeral con gran dolor de su padre y hermanos. Una vez “resucitada”  transcurrieron tres años durante los cuales no pudo andar hasta que, con 25, se recuperó físicamente, pero entró en una crisis espiritual de la cual no salió sino por medio de la lectura de las Confesiones de san Agustín y arrebatos de visiones. Las monjas de la Encarnación, sin embargo, no consideraban, sino que estaba endemoniada ante sus confidencias místicas y visionarias. Con 45 años pasó por Ávila Pedro de Alcántara, con fama de santo ya en vida. Fue el fraile franciscano quién dictaminó rotundamente que todo cuando relataba Teresa no era obra del Maligno, sino producto de actos de Fe.

En 1562, con ocho monjas más, Teresa de Jesús, emprende la aventura que Su Majestad le había encomendado; reformar la regla carmelita y fundar nuevos conventos. El primero, en la misma Ávila, bajo la advocación de san José. El “Camino de Perfección” que comenzó a recorrer estuvo repleto de problemas, tropiezos, censuras, disgustos, viajes, sufrimientos. Y, naturalmente, de incomprensiones. En Sevilla, donde acudió a fundar, los malos testimonios corrían de boca en boca. Sin embargo, con toda humildad, la Santa aludía a ellos con un “Bendito sea Dios, que en esta tierra conocen quién soy, que en otras están engañados y me tratan como ellos piensan que soy, y aquí como merezco”. Hechos sobrenaturales la acompañaron a lo largo de su vida; visiones de Jesucristo, que la reprendió en una ocasión por haber abandonado la oración, de la Virgen, de santos y ángeles, e incluido del infierno. Incluso, varias monjas fueron testigos de sus levitaciones, científicamente inexplicables, acaecidas entre los años 1559 y 1561. El escultor Bernini plasmó tal hecho en una obra espectacular que puede admirarse en Santa María de las Victorias, en Roma.  

La obra literaria de Teresa no se imprimió durante su vida, pero mediante copias manuscritas su difusión fue notable. Escrita en  una prosa castellana― calificada por Fray Luis de León “…esa elegancia desafeitada que deleita en extremo” ― consta de ocho libros y medio millar de cartas, escritos durante los últimos 20 años de su vida; el «Libro de la Vida», «Camino de perfección», «Meditaciones sobre los Cantares», «Moradas del  castillo interior», «Exclamaciones», «Fundaciones», «Visita de Descalzas», las «Constituciones» para sus monjas, poesías y medio millar de cartas además de sesenta y seis «Cuentas de conciencia» para sus confesores. Todo ello junto con romances y villancicos, con la intención de cantarlos con sus monjas. Pocas quedan, entre ellas “Muero porque no muero”. No podía predicar, pero sus cartas sí las convertía en alocuciones, y recomendaciones y consejos para sus monjas carmelitas descalzas.

De todo sus libros, uno en particular le significó un quebranto en su andadura; el “Libro de la Vida”, escrito por orden de sus confesores. Esta obra fue cuestionada por la Inquisición ante el contenido de “cosas místicas” que refería. Tildada de “alumbrada” y “dejada”, Teresa fue interrogada, incluso amenazada de prisión, pero al final los inquisidores rechazaron las acusaciones, en particular de una testigo.

Aquella nueva Orden de las descalzas,  con la presencia de san Juan de la Cruz, el medio fraile como le llamaba la madre fundadora, significaba dormir en jergón de paja, llevar sandalias de cuero, consagrar ocho meses del año al ayuno y abstenerse de comer carne. A pesar de tales rigores, Teresa de Jesús fundó 16 conventos, se enfrentó a la princesa de Éboli y a damas de la nobleza. Felipe II la consideró en extremo y alabó la labor reformadora de Teresa. Conventos distribuidos por toda España; Ávila, Medina del Campo, Malagón, Valladolid, Toledo, Pastrana, Salamanca, Alba de Tormes, Segovia, Beas de Segura, Sevilla, Caravaca, Villanueva de la Jara, Palencia, Soria, Granada y Burgos.

Teresa, mujer de carácter y decisión, supo afrontar con éxito a la encomienda hecha por Su Majestad, empero ella misma ser consciente de que “Basta ser mujer para caérseme las alas”, como nos dice en la Vida. Enemiga de extravagancias y de sutilezas, cuando en el refectorio, durante la comida, oyó suspirar devotamente a una monja no dudó en decirle con toda gracia; “Hermana mía: aquí hemos venido a comer, no a suspirar. Hay que comer cuando comen todas, y el suspirar, a solas”. Mujer emprendedora, voluntariosa en extremo, animosa y con una confianza absoluta en Su Majestad. Fue fiel y leal a su vocación hasta el último instante de su vida.

En septiembre de 1582, llegó la madre Teresa al convento de Alba de Tormes, enferma, cansada, dolorida en todo su cuerpo. Apoyándose a duras penas en su humilde báculo, hoy convertido en reliquia y símbolo espiritual del camino recorrido por la Santa. El jueves 4 de octubre de dicho año, la gran fundadora, la gran escritora, murió no sin antes ratificar con sus palabras lo que ya había anunciado al padre Gracián, años atrás; “En fin, muero hija de la Iglesia”. Ese día entraba en vigor el calendario gregoriano, que suprimió diez días para compensar un desfase acumulado de siglos respecto al año solar. Al día siguiente, viernes 15 de octubre, enterraron a la madre Teresa y su cuerpo, según testigos presenciales, desprendía un suave olor, el bonus odor Christi de la santidad.

Nueve meses más tarde llega a Alba de Tormes el padre Gracián, y el 4 de noviembre de 1583 se procede a exhumar el féretro; también entonces varias personas atestiguan que el cuerpo está intacto, como acabado de enterrar, nuevo signo excepcional de la santidad de Teresa de Jesús.  

Efectivamente, en 1622 el Papa Gregorio XV la canonizó junto a san Isidro Labrador, san Ignacio de Loyola, san Francisco Javier y san Felipe Neri. Su fiesta se celebra el 15 de octubre. Hubo que esperar hasta 1970 para que fuera nombrada por Pablo VI Doctora de la Iglesia, junto con Santa Catalina de Siena.

En la actualidad son cincuenta y ocho los monasterios y conventos de carmelitas descalzas extendidos por trece comunidades autónomas. Frutos todos ellos de la Santa de Ávila.

Francisco Gilet

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