
Es bien conocido el esfuerzo misional que realizaron frailes y clérigos españoles, desde el primer momento del descubrimiento del Nuevo Mundo, contribuyendo a la conversión de todo un continente a la fe de Cristo. Una labor en la que estuvieron acompañados también por las numerosas religiosas que emprendieron la aventura de cruzar el Atlántico, para ganar almas para el catolicismo. Pero lo que es realmente singular es que una monja realizara esa labor evangelizadora, sin salir de su convento en la localidad soriana de Ágreda, a miles de kilómetros de distancia. Hablamos de María Jesús de Ágreda, quien desde bien joven profesó en dicho convento -con tan solo 16 años, en 1620- de las Madres Concepcionistas, llegando a ser su abadesa, y que gracias al fenómeno de la bilocación, enseñó la doctrina cristiana a los indios jumanos, en lo que hoy es Nuevo México, y a otras tribus como las de los yámanas y chillescas, entre otros.

Sor María Jesús de Ágreda, gran escritora y que mantuvo una estrecha relación epistolar con el Rey Felipe IV, que la tenía en gran estima, fue una de las grandes místicas de la Iglesia Católica, en la mejor tradición española que alumbró nombres como los de Santa Teresa de Jesús, primera Doctora de la Iglesia, o San Juan de la Cruz.
Una labor que desarrolló desde el convento, que ya no abandonaría hasta su fallecimiento, en 1665. Al poco tiempo de su ingreso, empezó a experimentar diversos fenómenos como levitaciones, éxtasis, arrebatos… Prueba de su humildad y su ausencia total de afán de notoriedad es que solo reconoció sufrir este tipo de experiencias, impelida por su confesor y luego biógrafo, Juan Jiménez Samaniego. Además, los expertos del Santo Oficio, acostumbrados a desenmascarar posibles engaños, coincidieron en la verosimilitud de su relato, conseguido solo bajo secreto de confesión, lo que para un buen cristiano es prueba de que no se trataba de algo diabólico.

Pero lo que realmente asombró tanto a su confesor como a la Inquisición es la experiencia de la bilocación, desconocida por nuestra protagonista y que llevó a Sor María Jesús de Ágreda, según su testimonio, a trasladarse hasta en 500 ocasiones a la Nueva España, hasta 1631, año en que, una vez concluida su misión evangelizadora al otro lado del Océano, dejó de experimentar ese fenómeno.
Y es que según refiere el testimonio que recogen quienes la entrevistaron, experimentaba la experiencia de trasladarse en apenas unos instantes, pero plenamente consciente de los lugares que recorría, hasta llegar a aquellas lejanas tierras, entre el actual Nuevo México y Texas, tierra de la tribu pagana de los jumanos, que hasta entonces no habían tenido ningún contacto con los españoles.

Durante años, la que fue pronto conocida entre los nuevos catecúmenos como la Dama de Azul, por el hábito propio de la Orden de las Madres Concepcionistas que vestía aquella joven tan bella, les enseñó en su propio idioma que obviamente desconocía el Catecismo, y les animó a buscar a religiosos, para que les bautizaran, indicándoles el lugar exacto donde podían encontrarlos.
Y así fue, en 1629, los franciscanos del convento de la Vieja Isleta, cerca de la futura ciudad de Alburquerque, fundada en Nuevo México por los españoles, descubrieron atónitos cómo les llegaba una delegación de los jumanos — a la que seguirían las de otras tribus —, pidiéndoles en un español vacilante que les enviaran sacerdotes católicos para bautizarles. Más sorprendidos quedaron al comprobar que conocían perfectamente la doctrina católica, por una joven de gran belleza, vestida de azul. Y, además, portaban unos rosarios, precisamente aquellos que Sor María Jesús de Ágreda echó en falta entre sus pertenencias, cuando buscaba alguna evidencia de que todo aquello que experimentaba era obra de Dios y no del Maligno. Los frailes franciscanos, atendiendo a la petición de los indios, procedieron a bautizarles, llegando a conseguir hasta más de dos mil conversiones,
Pero lo que realmente asombró tanto a su confesor como a la Inquisición es la experiencia de la bilocación, desconocida por nuestra protagonista y que llevó a Sor María Jesús de Ágreda, según su testimonio, a trasladarse hasta en 500 ocasiones a la Nueva España, hasta 1631, año en que, una vez concluida su misión evangelizadora al otro lado del Océano, dejó de experimentar ese fenómeno.

Y es que según refiere el testimonio que recogen quienes la entrevistaron, experimentaba la experiencia de trasladarse en apenas unos instantes, pero plenamente consciente de los lugares que recorría, hasta llegar a aquellas lejanas tierras, entre el actual Nuevo México y Texas, tierra de la tribu pagana de los jumanos, que hasta entonces no habían tenido ningún contacto con los españoles.
Durante años, la que fue pronto conocida entre los nuevos catecúmenos como la Dama de Azul, por el hábito propio de la Orden de las Madres Concepcionistas que vestía aquella joven tan bella, les enseñó en su propio idioma – que obviamente desconocía- el Catecismo, y los animó a buscar a religiosos, para que les bautizaran, indicándoles el lugar exacto donde podían encontrarlos.
Y así fue, en 1629, los franciscanos del convento de la Vieja Isleta, cerca de la futura ciudad de Alburquerque, fundada en Nuevo México por los españoles, descubrieron atónitos cómo les llegaba una delegación de los jumanos — a la que seguirían las de otras tribus —, pidiéndoles en un español vacilante que les enviaran sacerdotes católicos para bautizarles. Más sorprendidos quedaron al comprobar que conocían perfectamente la doctrina católica, por una joven de gran belleza, vestida de azul. Y, además, portaban unos rosarios, precisamente aquellos que Sor María Jesús de Ágreda echó en falta entre sus pertenencias, cuando buscaba alguna evidencia de que todo aquello que experimentaba era obra de Dios y no del Maligno. Los frailes franciscanos, atendiendo a la petición de los indios, procedieron a bautizarles, llegando a conseguir hasta más de dos mil conversiones,

Impresionado por la historia, uno de los superiores de nuestra protagonista, el hermano Sebastián Marcilla de Ágreda, decide averiguar qué hay de cierto en ello y, en 1627, escribe al arzobispo de México, Francisco Mansoy y Zúñiga, preguntándole si había oído hablar de una misteriosa mujer europea que evangelizaba a las tribus indias. Este recibe la carta en 1628, y a su vez, traslada la petición a las misiones. La carta llega a Alburquerque, justo cuando llegan los jumanos a la misión de los franciscanos. Uno de ellos, Alonso de Benavides, aprovechando su regreso a España, decide investigar sobre la Dama Azul, con el pretexto de buscar personas que quisieran ayudar a recaudar fondos para las misiones en el Nuevo Mundo. Y allí oye hablar de la abadesa de las franciscanas de Ágreda.
De sus conversaciones con ella, y del fiel testimonio que le dio de lugares y gentes, incluso citándoles por sus propios nombres, y que solo podía conocer quien hubiera vivido allí, no le cupo la menor duda de que se trataba de la misteriosa Dama de Azul, de quien aún se recuerda su memoria en aquellas tierras.
Aunque a partir de 1631, en que concluyó su misión evangelizadora, dejó de experimentar el fenómeno de la bilocación, aún habría de aparecerse a sus indios en un par de ocasiones, tras su muerte y en momentos de calamidad, en la década de 1840, en que se la vio curando a enfermos durante una epidemia, y nuevamente durante la Segunda Guerra Mundial.

Jesús Caraballo