Mariano José de Larra, nació en Madrid, el 24 de marzo de 1809, siendo sus padres Mariano de Larra y Langelot y su segunda esposa, María de los Dolores Sánchez de Castro. Su padre, médico, llegó a ocupar el puesto de cirujano en el ejército francés de José Bonaparte, con cuya derrota se vio forzado a exiliarse con su familia, primero a Burdeos y luego a París, por allá 1813. Fue en Francia en donde el único hijo de matrimonio aprendió las primeras letras, en francés, naturalmente. Decretada la amnistía por el rey Fernando VII, la familia Larra regresó a España en 1818, convirtiéndose su padre en médico del hermano del rey Fernando, don Francisco de Paula.
Podría decirse que, el futuro periodista, llegó a su patria sin conocer una palabra de español. Siguiendo los distintos destinos de su padre, estudió en los Escolapios y en los Jesuitas, para instalarse en 1824 en Valladolid y en octubre del año siguiente aprobar todas las asignaturas cursadas en la Universidad de dicha ciudad.
En 1827, regresado ya a Madrid, Larra ingresa en los Voluntarios Realistas, un grupo paramilitar absolutista y adversario acérrimo de los liberales. En aquel tiempo comienza a escribir odas y sátiras poéticas. Aunque será el periodismo mordaz el que dé a conocer a Larra. Con solo diecinueve años inicia la publicación de un folleto mensual, “El duende satírico del día”, firmando con su seudónimo “El Duende”.Con la crítica a la sociedad ya deja vislumbrar cual será el destino de su pluma con el trascurso de los años. Resulta curioso el que, siendo favorable al régimen absolutista, de su pluma salían sátiras y críticas sobre la situación social y política que está viviendo el país.
Fue el 13 de agosto de 1828 cuando contrajo matrimonio con Josefa Wetoret Velasco, del cual nacieron tres hijos, Luis Mariano, afamado libretista de zarzuelas, como “El barberillo de Lavapiés”, Adela y Baldomera. Todos ellos vivieron una infancia dolorosa, no solamente por su temprana orfandad, sino por el desgraciado matrimonio de sus padres. Resulta curioso mencionar que Adela fue amante de Amadeo de Saboya, mientras que Baldomera fue una de las creadoras de la estafa llamada «piramidal» que la llevó a la cárcel.
De la desgracia del matrimonio tuvo cierta causa el amorío de Larra con Dolores Armijo, esposa del teniente de Caballería vallisoletano José María Cambronero, iniciada su relación en 1831, la cual no puede decirse que fuese muy tranquila. Abandonada la traducción de obras teatrales y estrenada su comedia costumbrista “No más mostrador”, retoma al año siguiente el periodismo con “El Pobrecito Hablador”, utilizando el seudónimo de Juan Pérez de Munguía.
En sus artículos pretende Larra dar a entender que existe esperanza y que es posible dejar atrás un patriotismo anquilosado en el pasado. Sin embargo, en 1833 abandona la publicación del “Pobrecito” para comenzar a colaborar en “La Revista Española”, mutando con ello su absolutismo con una tendencia liberal. Nace por aquellos tiempos “Fígaro”, explayándose en artículos de crítica literaria y política. Fernando VII había fallecido y la regente María Cristina representaba alientos de política liberal. Son famosos de ese tiempo los artículos; Vuelva usted mañana, El castellano viejo, Entre qué gentes estamos, En este país y El casarse pronto y mal. Su mutación de absolutista a “liberal de nueva cría”, como el mismo se titulaba, le impulsa a ironizar sobre la censura en uno de sus artículos, “Las Palabras”;
“No sé quién ha dicho que el hombre es naturalmente malo; ¡grande picardía por cierto! Nunca hemos pensado nosotros así: el hombre es un infeliz por más que digan… Por animal que sea, habla y escucha; he aquí precisamente la razón de la superioridad del hombre, me dirá un naturalista: y he aquí precisamente la de su inferioridad, según pienso yo, que tengo más de natural que de naturalista… Todo es positivo y racional en el animal privado de la razón. La hembra no engaña al macho y viceversa, porque, como no hablan, se entienden. El fuerte no engaña al débil, por la misma razón: a la simple vista huye el segundo del primero, y este es el orden y el único orden posible. Déseles el uso de la palabra; en primer lugar necesitarán una academia para que se atribuya el derecho de decirles que tal o cual vocablo no deben significar lo que ellos quieran, sino cualquiera otra cosa: necesitarán sabios, por consiguiente, que se ocupen toda una larga vida en hablar de cómo se ha de hablar: necesitarán escritores que hagan macitos de papeles encuadernados, que llamarán libros, para decir sus opiniones a los demás, a quienes creen que importan… Pondrán nombre a las cosas, y llamando a una robo, a otra mentira, a otra asesinato, conseguirán, no evitarlas, sino llenar de delincuentes los bosques… Deles vds. en fin el uso de la palabra y mentirán: la hembra al macho por amor, el grande al chico por ambición, el igual al igual por rivalidad, el pobre al rico por miedo y por envidia: querrán gobierno como cosa indispensable, y en la clase de él estarán de acuerdo, vive Dios: estos se dejarán degollar porque los mande uno solo, afición que nunca he podido entender: aquellos querrán mandar a uno solo, lo cual no me parece gran triunfo: aquí querrán mandar todos, lo cual ya entiendo perfectamente…”.
En 1834, publicó la novela «El doncel de don Enrique el Doliente» y, en diciembre de dicho año, se representó el drama «Macías», cuya trama guarda gran similitud con los amoríos adúlteros de su autor. Fue en 1835 cuando, residiendo unos meses en París, trabó conocimiento con Víctor Hugo y con Alejandro Dumas. En ese año inició la recopilación de sus artículos, publicados en Madrid, bajo el seudónimo de “Fígaro”. Se trata de artículos dramáticos, literarios, políticos y costumbristas. Regresado a Madrid, acometió la aventura de la política. Pretendiendo hacer oír su voz en el foro de los moderados, fue elegido diputado por Ávila el 6 de agosto, sin embargo, el Motín de la Granja, con la restauración de la Constitución de 1812, acaecido el 12 de agosto de 1836, le impidió tomar posesión de su escaño.
Vamos adentrándonos en los momentos de decaimiento, de inconformismo y ciertamente de dolor por los cuales va transcurriendo la vida del crítico Larra. En cierta medida, el propio satírico era reflejo del caos ambiental surgido de su personal situación. Su economía era paupérrima, su insinuada afición al juego desastrosa, las calumnias con respecto a su amante y a su esposa continuas, la escasísima vida de su escaño y, sin duda, un amor roto, alejaba a Larra de una vida ya no placentera, sino simplemente normal. “El día de difuntos de 1836” puede considerarse un buen reflejo de todo ello.
Su insistente búsqueda de refugio en una mujer de escasos 25 años, Dolores Armijo, no obtuvo éxito alguno. Era imposible un acuerdo. La noche del 13 de febrero de 1837, esperaba ansioso la llegada de su amada para lograr una reconciliación o reencuentro. Sin embargo, Dolores llegó, efectivamente, pero acompañada de su cuñada. Fue en la casa de la madrileña calle de santa Clara en donde Larra supo que todo había acabado entre ambos amantes. Ella debía seguir a su marido hacia Manila. Las dos mujeres salieron, y al poco se oyó un disparo; Larra se había suicidado de un tiro en la sien. Fue su hija Baldomera la que se encontró su cuerpo, aunque otras versiones aluden a su otra hija, Adelita, como la primera en ver a su padre muerto.
El gran periodista estuvo a punto de tener un entierro de lo mas humilde, el de la misericordia. Sin embargo, fue la Juventud Literaria la que atendió los gastos de entierro. El 15 de febrero, día tan triste y gris como el de su fallecimiento, fue introducido el cuerpo de Larra en un nicho del cementerio madrileño del Norte, leyendo el entonces joven poeta José Zorrilla un sentido poema dedicado al difunto. En 1842 sus restos fueron trasladados a la Sacramental de San Nicolás y en mayo de 1902 un nuevo traslado a la Sacramental de San Justo, San Millán y santa Cruz, en el Panteón de Hombres Ilustres de la Asociación Escritores y Artistas Españoles.
Es decir, con palabras de Zorrilla, “se trataba del primer suicida a quién la revolución abría las puertas del camposanto”. Las versiones sobre el origen de ese suicidio van desde el amor no correspondido, es decir, un mártir del romanticismo, hasta considerar a Larra un mártir del nacionalismo patriótico, dolido ante una España decadente y mediocre. Antonio Machado sigue esta última corriente: en 1937 asegura que el suicidio fue su definitivo artículo de costumbres y que Fígaro le recuerda a un personaje de Dostoievski que se suicida al saber que Rusia no volvería a ser nunca más un gran pueblo.
Francisco Gilet.