
Alonso Rodríguez nació en Segovia el 25 de julio de 1531, siendo bautizado en la vecina parroquia de los Santos Justo y Pastor. Señala la tradición como su casa natal la enclavada en la plaza de Díaz Sanz en cuya fachada hay una lápida conmemorativa que, junto con una calle cercana, honran su memoria en su ciudad natal. Fue el tercero de los once hijos habidos en el matrimonio de Diego Rodríguez y María Gómez de Alvarado, prósperos comerciantes de paños. Alonso significa: «pronto para hacer el bien“.
La característica principal de su niñez fue su amor a la Virgen, con la que mantuvo celestiales coloquios. Siempre mostró una devoción singular por el misterio de la Inmaculada. Comenzó a formarse con los padres franciscanos, pero a los 10 años escuchó predicar al jesuita Pedro Fabro, discípulo muy amado de San Ignacio de Loyola, que entabló una entrañable relación con toda su familia, y se ocupó de prepararle para su primera comunión. A los 14 años se hallaba estudiando con los jesuitas de Alcalá cuando murió su padre y tuvo que regresar para ayudar a su madre en los asuntos de la familia. Luego quedó solo al frente de la gestión de los negocios, una misión para la que realmente no tenía cualidades, y se casó con María Juárez, hija de un acomodado ganadero. Se afincaron en Segovia y fueron viniendo los hijos. Pero el infortunio le perseguía: los perdió a todos. Una niña murió nada más nacer; luego falleció su esposa al dar a luz a un niño. Por si fuera poco, un año más tarde, murió también la madre de Alonso y, a continuación, el único hijo que le quedaba. Ya no tenía nada. Al haber vendido su negocio con anterioridad, se fue a vivir con dos hermanas solteras y aprendió a dialogar con Dios. Ellas le ayudaron en este difícil momento que atravesó, abrumado por sus pecados a los que culpaba de tantas tragedias.
En una visión vislumbró el gozo del cielo y se arrepintió de su vida pasada. Se centró en la oración convirtiéndose en un severo penitente; confesaba y comulgaba todas las semanas. Se planteó ser jesuita, pero tenía en su contra la edad, una frágil salud y falta de formación. Luis de Santander, rector del colegio que los jesuitas tenían en Segovia, no le disuadió formalmente. Pero sí le recomendó que prosiguiese estudiando. Por eso, en 1569 Alonso se trasladó a Valencia. Comenzó a cursar latín con vías a una posible ordenación sacerdotal costeándose los gastos con su trabajo en casa de una marquesa. Hubo un momento en que había tenido que mendigar. No sin cierto pudor, que tuvo que vencer, estudiaba junto a unos niños. Luego fue en pos de un ermitaño que entabló amistad con él y quiso disuadirle de su empeño de ser jesuita. Vio que estaba sucumbiendo a una tentación y lo dejó.
Regresó a Valencia, dejando nuevamente en suspenso sus estudios, para iniciar otro intento de ingreso en la Compañía. Se puso a merced del padre Santander, quien le hizo ver que hasta ese momento parecía seguir sus dictados y no los de Dios. Entonces Alonso respondió: «Os prometo que jamás en mi vida volveré a hacer mi propia voluntad. Haced de mí lo que queráis». Con ayuda del religioso alcanzó el sueño que le guiaba de ser jesuita, aunque no pudiera ser sacerdote. La negativa de quienes dilucidaban qué hacer con él estaba en el aire, cuando el superior terció rotundo: «Recibámoslo para santo». En 1571 fue aceptado como «hermano lego» por el provincial. A los seis meses, y tras finalizar el noviciado, los Superiores lo destinan al Colegio de Montesión, en Palma de Mallorca. Allí deberá ayudar en la construcción del Colegio y de la iglesia en el solar donde estuvo la Sinagoga Mayor. En el barco, rumbo a la isla, hay mucho tiempo para pensar. Han pasado casi tres años, desde que Alonso empezó a vivir de nuevo. Durante dos, estudió y aprendió poco. Ha vivido, conoce muchas cosas. Ha recordado, pero no echa nada de menos. Pidió mucho a Dios y lo ha obtenido todo. Sí, es feliz y se promete seguir siendo feliz. En la inmensidad del mar hace su oración, muy humilde. Lo han admitido para santo. Él lo sabe. Pondrá todo su empeño en esa tarea.
En el Colegio de Mallorca casi todo le resulta fácil. La atención de la Portería es agradable. Los oficios domésticos son sencillos. Su ayuda en la construcción de la iglesia es un trabajo semejante a Nazaret. Acompaña a los Padres cuando salen de casa al apostolado. Le encomendaron la portería del recién estrenado colegio de Montesión y desempeñó esta misión durante casi cuarenta años, hasta que sus fuerzas se lo impidieron, convirtiéndola en un fecundo escenario apostólico. Solían los Padres celebrar la misa en el castillo de Bellver, a una milla de Palma, en el castillo de la señora de Pax. Alguna vez va con ellos Alonso. Durante una de estas visitas, el futuro San Alonso acompañaba al padre Borrassá, que portaba auxilio espiritual a los moradores de la fortaleza-palacio. Cuando Alonso subía rezando el santo rosario hacia el castillo, a mitad del camino, cansado a causa de su avanzada edad, de la empinada cuesta y de su delicado estado de salud, se detuvo un instante para descansar. Entonces se sentó a su lado la Virgen María y con un pañuelo le limpió el sudor de la cara y alivió su fatiga. En el lugar donde según la tradición ocurrió el milagro se erigió un monolito conmemorativo, sustituido el 9 de julio de 1885 por la actual capilla de San Alonso.
Nadie podría haber imaginado que el ángel de bondad que franqueaba la puerta a todos, viendo en ellos a Cristo, sufría aridez, era escrupuloso y padecía violentas tentaciones contra la castidad de las que en alguna ocasión le rescató la Virgen. «En las tentaciones he sido más de doscientas veces mártir», reconocía. Nunca reparó en la actitud de aquellos a los que abría la puerta, que no siempre era correcta, y les entregaba lo mejor de sí: «Es que a Jesús que se disfraza de prójimo, nunca lo podemos tratar con aspereza o mala educación». Al oír el sonido de la campana, profería un gozoso: « ¡Ya voy, Señor!».
Para Alonso, no todo es miel sobre hojuelas. Al dolor de no saberse aceptado por algunos de la comunidad, se agrega el temor a ser despedido de la Compañía. Conoce su ignorancia y sus pocas fuerzas físicas; y más de alguno le ha hecho notar estas carencias. Además, le vienen a la mente pensamientos impuros. Se refugia en la oración y penitencia. En su celda, un pobre aposento del Colegio, ruega a Dios con toda el alma que fortalezca su perseverancia y castidad. En la capilla se postra ante el Señor. Estaba un día enfermo y le llevó el enfermero la comida a la cama con un mandato de parte del Padre Superior: “que se coma todo el plato”. Cuando regresa el enfermero, le encuentra deshaciendo el plato y comiéndolo pulverizado. El santo se impuso a sí mismo una obediencia ciega; se exigió a sí mismo tanto, que uno de los padres le dijo un buen día “que obedecía a lo asno”. Su figura se hizo popular en la isla, tanto entre los estudiantes como entre los nobles, incluyendo al propio virrey, aunque él siempre preferiría la compañía de los mendigos y los menesterosos. Contribuyeron también a acrecentar su fama de santidad varias visiones de la Virgen que afirmó haber tenido.
Experimentaba desolación y el mero hecho de meditar le generaba muchos dolores. Es como si los sufrimientos y mortificaciones que realizaba desde hacía años, no dieran su fruto. «El demonio –afirmaba– es un gran bachiller». Pero no se desesperó, ni se desanimó. Haciendo acopio de paciencia seguía perseverando y sirviendo humildemente en la misión que tenía: abrir la puerta. Y al final experimentó una intensísima presencia de Jesús y de María que le colmaban de místicos consuelos. En 1585 profesó los últimos votos. En 1604 a demanda de sus superiores inició sus Memorias autobiográficas, que culminó en 1616. Su obediencia seguía intacta. Al constatar los Superiores el interior espiritual de Alonso, le piden que escriba su vida y las experiencias. Para Alonso ésta es una obediencia difícil y dura. No cree ser capaz. Sus letras son pocas, y su vida no tiene importancia. Las gracias recibidas lo confunden, no son un mérito suyo. Acepta la orden, con profunda humildad. Se cuenta que su superior, para probar su obediencia, cuando Alonso era ya de 80 años y estaba muy mal de salud, le ordenó que se fuera a América para colaborar en las misiones. Entonces Alonso fue silencioso a su celda y preparó su maleta para tomar el primer barco, y ya iba saliendo del colegio diciendo: «Tengo orden de partir a las Indias», ante lo cual el superior intervino, de lo contrario se habría ido. Así era su obediencia y disposición, tan literal que asombraba. Humildemente decía que «obedecía a lo asno». Y el juicio de sus hermanos era: «Este hermano no es un hombre, sino un ángel».
En enero de 1613 el hermano Alonso se cae en la escalera principal del Colegio. Iba dialogando con el Señor. Lo llevan a la celda inconsciente. El médico opina que la caída puede ser fatal para un hombre de tan trabajada edad. Al amanecer pronuncia unas palabras: “He sufrido como si hubiese estado en el infierno”. Pasa la convalecencia orando. Cuando le dan un remedio, lo toma con gusto si es amargo. Cuando le preguntan qué quiere comer la respuesta es siempre la misma: “Lo que quiera o tenga el enfermero”. Y engarzaba sus jornadas de trabajo y oración cincelando a conciencia en su corazón una hermosa filigrana de caridad con la que íntimamente coronaba a quienes pasaban por el Colegio: «Allí viene el humilde. Ahí, el obediente. Allá viene el que jamás se enoja. Ese es el que vive en viva fe. Viene el de gran pobreza. Ese es prudente. Hacia acá viene el piadoso». Tan intensa llegó a ser la presencia continua de Dios para él, que era de todo punto imposible alejarlo por un momento de sí, como una vez le sugirió su superior para dejar descansar su mente, cuando ya era de avanzada edad.
Estuvo adornado con diversos carismas, entre otros: visiones, discernimiento y milagros. Después de quedar en éxtasis y permanecer dos días sin sentido, despertó, besó con toda emoción su crucifijo y diciendo en alta voz: «Jesús, Jesús, Jesús», expiró. Era el 31 de octubre de 1617. Diez años después fue declarado Venerable, testificando en la causa muchas personas que le habían conocido. León XII lo beatificó el 25 de mayo de 1825. León XIII lo canonizó el 15 de enero de 1888. Ese día era elevado a los altares junto a Juan Berchmans y Pedro Claver (el apóstol de los esclavos) uno de sus dilectos discípulos; una noche, mientras ambos convivían en Montesión, por revelación divina San Alonso supo que su amigo Pedro estaría destinado a la evangelización en Sudamérica. Es el Patrono de los Hermanos de la Compañía de Jesús. Es un místico, un maestro y un modelo de humildad. Con motivo de su canonización un jesuita inglés, el poeta Gerard Manley Hopkins, envió a Montesión un bello poema. La isla de Mallorca tiene a San Alonso como su Patrono principal, dignidad que comparte con la venerada Virgen de Lluc. Su fiesta se celebra el 31 de octubre. Sus exequias se celebraron pasada la festividad de Todos los Santos, siendo inhumado en la capilla de la Anunciación de la propia iglesia de Montesión, en un espléndido sarcófago de mármol de estilo neoclásico, sobre el cual se alza una urna de cristal en la que yace una figura del santo vestido con el hábito jesuita.

Jaime Mascaró
«Ya voy Señor»