El señorío eclesiástico constituyó una extensión más de los señoríos eclesiásticos generales, comenzaron a partir de los siglos IX y X a raíz de la expansión de los núcleos cristianos de resistencia frente al emirato cordobés. Estos nuevos señoríos compartían semejanzas con los ya instaurados señoríos laicos o nobiliarios, denominados también solariegos. Los titulares de los señoríos eclesiásticos ― alguna vez denominados abadengos ― fueron monasterios y obispos. A partir del siglo XII tuvieron especial relevancia los señoríos propios de las órdenes militares, denominados maestrazgos. Los señoríos eclesiásticos perduraron hasta el periodo de las desamortizaciones a principios del siglo XX.
Las principales similitudes que tuvieron los señoríos nobiliarios, eclesiásticos y seculares fueron dos. Por un lado, la explotación de las tierras con el aprovechamiento de los recursos humanos que abarcaba la extensión, normalmente de respetable de la entidad. Por otro lado, la prorrogativa jurisdiccional de que disfrutaban los titulares sobre los habitantes de los mismos.
El inicio de la formación de los regímenes señoriales se enmarca en el proceso de expansión territorial y poblamiento que se inició desde el norte. Fue probablemente desde la Marca Hispánica por donde se produjo la penetración en España de las primeras instituciones señoriales, inspiradas en la ya existentes en el imperio carolingio. De esta manera surgen monasterios que serán de gran importancia en el futuro tales como Santo Domingo de Silos (Burgos), San Millán de la Cogolla (La Rioja), San Salvador de Leire (Navarra), San Juan de la Peña (Huesca) y Ripoll (Gerona). Digno de mención fue el señorío de Santiago de Compostela que fue el más extenso de todos los del siglo XII, con dos factores singulares: su condición de gran centro de peregrinación y la ambición política de su primer arzobispo, Diego de Gelmírez.
Las abadías importantes agregaron a su dominio monasterios menores, es el caso de San Millán de la Cogolla que incorporó a su señorío dieciocho monasterios secundarios entre los siglos IX y XI. El modo más frecuente de ampliación de los dominios monásticos fueron las donaciones otorgadas por el rey, miembros de la nobleza o de pequeños propietarios.
Las donaciones solían deberse a motivos de índole espiritual, relacionados con el perdón de los pecados y a la salvación del alma del donante; si el donante es el rey, éste lo hace con motivo de su obligación de proteger a la Iglesia. Las variantes más frecuentes de donación fueron las donationes post obitum, la cual se produce sólo después de la muerte del donante, y las donationes reservato usufructo, que prevén el derecho de los hijos y nietos del donante al libre usufructo de lo donado.
Las compras o permutas son otros medios de ampliación de los monasterios. Hay excepciones como la protagonizada por el monasterio de Sahagún, el cual en su primera fase de expansión en el siglo X, compra posesiones en la sierra con el deseo de promover la ganadería para su economía.
Hay que tener en cuenta que la razón de ser de los señoríos monásticos es la función religiosa y de beneficencia, así como cultural muy destacada en los siglos altomedievales. Además de su contribución al aprovechamiento agrario, al poblamiento y a la defensa del territorio.
En cuanto a la estructura de los dominios podemos definir dos áreas diferenciadas: un sector interior (intus), donde se concentran las instalaciones, iglesia y si hubiese los huertos, y un espacio externo (foris) y más extenso, de aprovechamiento agropecuario. Los molinos eran una solución costosa que sólo estaba al alcance de los grandes propietarios o de una comunidad campesina libre. También podíamos encontrar salinas, imprescindibles para la conservación del pescado, muy presente en la dieta monástica, y las viñas, cuya importancia fue creciendo con el tiempo.
El modo de explotación agrícola propio de los dominios señoriales, supuso la división del terrazgo en dos espacios bien diferenciados, la reserva señorial situada en torno al coto del monasterio, y los mansos. Los mansos estaban localizados de forma muy dispersa, los campesinos asentados en los mansos, de cuyo cultivo vivían con sus familias, dedicaban el excedente de su trabajo a faenar en las tierras de la reserva señorial en determinados días del año. Los campesinos, además, contribuían al sustento de los titulares del dominio – monasterio o iglesia episcopal-, a través del pago de rentas normalmente reducidas. Al conjunto de esos impuestos denominados foros o usos, se sumaban otros derechos señoriales, como los monopolios de los molinos, las fraguas y los hornos, que los habitantes podían utilizar a cambio de un precio.
Los pobladores de los mansos solían proceder de núcleos ya existentes en el entorno de los monasterios y que estaban bajo la autoridad del abad. En una primera etapa se distinguen dos clases de mansos: libres (solares) y serviles (casares o casales). Los primeros eran más extensos, mejor dotados y cultivados por hombres libres vinculados al monasterio, los collazos. Tenían libertad de movimiento, pero si abandonaban el señorío perdían sus bienes raíces. Los mansos serviles, de menos tamaño, eran ocupados por siervos adscritos a la tierra. Una categoría distinta, tenían los hombres que desempeñaban oficios de cierta especialización en las dependencias del coto, solían ser civiles, cuya adscripción al monasterio era rigurosa, incluso hereditaria.
Otra forma de explotación del dominio fue la de formalizar un contrato agrario para la explotación agrícola de territorios cedidos al monasterio u obispado. En los señoríos episcopales abundaban lotes de terrenos cedidos a vasallos para su explotación a cambio de una renta.
Los titulares de los dominios eclesiásticos comenzaron a recibir, además de propiedades territoriales, capacitaciones jurisdiccionales en virtud de las cuales, las tierras y los hombres dependientes de su perímetro, y que hasta entonces habían dependido del rey, quedaban supeditados a ciertos efectos a la autoridad de la comunidad monástica, o del obispo. Por influencia del modelo francés, las concesiones de este tipo se generalizaron a lo largo del siglo XI y XII.
José Carlos Sacristán