Los Señoríos Eclesiásticos en la Edad Media (y II)

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Monasterio de Santo Domingo de Silos

La capacidad jurisdiccional de los señoríos eclesiásticos se basada en dos conceptos iguales que a los de los señoríos solariegos: la inmunidad que se adjudica al señorío frente a las intervenciones de los oficiales del rey, a quienes se restringe la entrada en el territorio, y la capacidad que asume el señor de desempeñar las funciones de carácter público, judicial, militar o tributario que hasta ese momento desempeñaban los agentes del rey. La facultad jurisdiccional incluía la percepción de tasas judiciales y la facultad de nombrar representantes (vilicos, merinos y sayones) con funciones similares a las de los agentes del rey.

Los abades y obispos tuvieron también cierta potestad normativa, según la cual otorgaban en ocasiones fueros y ordenanzas a los lugares situados bajo su autoridad. Llegaron incluso a desarrollar la capacidad de nombrar a los oficiales de las localidades de señorío que estaban bajo su jurisdicción. Carecieron de atribuciones para fundar ferias y mercados.

Alfonso VI incentivó la fundación de una villa junta al monasterio de Sahagún, con mercado propio, y los intentos del abad de interferir en su funcionamiento provocaron la sublevación de los burgueses que la habitaban. Entre las competencias señoriales no estaba la capacidad para acuñar moneda. No obstante, fue concedida de forma excepcional en dos ocasiones, por Alfonso VI al obispo de Santiago de Compostela Diego Gelmírez, en 1107, y por la reina Urraca al monasterio de Sahagún en 1116. Ambas concesiones se enmarcan dentro de la etapa culmen del señorío medieval clásico.

Con el paso del tiempo los señoríos quedaron diferenciados en dos modos claros: aquellos que potenciaron el desarrollo del orden territorial frente a los que potenciaron el jurisdiccional. En la baja Edad Media la segunda modalidad prevalece sobre la primera, sobre todo porque las nuevas formas de explotación se deciden de forma contractual, cosa que ya se generalizó en la Edad Moderna.

Para la expansión del régimen señorial monástico tuvieron un papel fundamental la Órdenes de Cluny y Císter, protagonistas de las sucesivas reformas del monacato benedictino en Europa occidental. Los cluniacenses contaron con el apoyo inicial de Sancho III el Mayor y luego de sus descendientes en León y Castilla, Fernando I y Alfonso VI. La orden incorporó cantidad de monasterios que introdujeron el estilo de vida (mores) cluniacense. Algunos de ellos son San Isidoro de Dueñas ― primer priorato cluniacense de Castilla, concesión de Alfonso VI en 1073 ―, Santiago de Astudillo, Santa María de Nájera, Carrión, etc. Los monasterios cluniacenses, a cuya cabeza se colocaban priores de procedencia francesa, incrementaron su patrimonio de forma importante debido a las dádivas de sus protectores.

La entrada de los cistercienses se inició en 1140, se caracterizó por la fundación de abadías nuevas, cerca de sesenta en la Península, que solían estar ubicadas en zonas aisladas o fronterizas. Su expansión coincidió con la política de consolidación fronteriza realizada por Alfonso VIII. Destacaron por su extensión y patrimonio Huelgas en Burgos y Poblet en Cataluña. Los dominios cistercienses tuvieron una robusta estructura señorial, con un sistema explotado de granjas y un extenso y cuidado coto.

Comienza el siglo XIII y la expansión de los señoríos se estanca, en los nuevos territorios reconquistados Toledo y Andalucía se fundan muy pocos monasterios benedictinos. Las nuevas órdenes, como las mendicantes de franciscanos y dominicos, o las monásticas como los cartujos y los jerónimos, no tuvieron la vocación agraria que caracterizó el modo de vida benedictino, se basaron en criterios de estricta pobreza. Con el avance de la reconquista en la baja Edad Media se inicia el proceso de restauración diocesana, y debido a esto surgen los dos grandes señoríos episcopales de Toledo y Sevilla. El de la Mitra de Toledo se constituyó de forma temprana nada más tomar la ciudad Alfonso VI, el cual nombró a su primer titular el cluniacense don Bernardo de Sauvetat en 1086. El señorío de Sevilla fue dotado de forma muy generosa, a partir de los repartimientos que ordenaron la repoblación del valle del Guadalquivir en torno a 1253.

En el paso de los siglos XIII al XIV y coincidiendo con el desarrollo de las ciudades y de los nuevos modos de producción y de comercio, los señoríos monásticos se resienten. Sahagún y San Millán sufren un repliegue, de igual manera sucede con la observancia y la calidad de vida monástica, se produjo en relajamiento fue época de crisis de vocaciones.

Las comunidades monásticas sufren fuertes presiones, sobre todo de la nobleza que aspira a extender su poder sobre la administración territorial y dispuesta a alzarse con los bienes de los monasterios. Los señoríos episcopales se ven afectados de igual manera, en el año 1295 los obispos de Toledo y Palencia acudieron al rey Fernando IV pidiendo amparo; en tiempos de Alfonso XI, las Cortes de Burgos de 1315 adoptaron el acuerdo de que se restituyese sus bienes a obispos y abades que habían sido “despojados de sus sennorios e de sus logares e de sus derechos e de sus bienes”.

Bien entrado el siglo XIV, bastantes monasterios, incluidos algunos muy importantes, como San Millán, quedaron en la ruina total. La situación mejoraría con los Trastámara, especialmente con Juan I, que manifestaron especial inquietud por la reforma monástica, a través de la Fundación de San Benito en Valladolid se atendió a la renovación al modo de vida de los monjes benedictinos. Tuvo éxitos de alcance importante que se consolidaron en la época de los Reyes Católicos.

Según se aproxima la Edad Moderna, las relaciones entre señor y vasallo, en las tierras de señorío, tienden a reducirse a lo económico. La tendencia será la de transformar la condición de vasallo a una renta foral, mediante la incorporación a escrituras de foro.

Durante el siglo XVI el señorío eclesiástico conoció un repliegue sensible. El contexto financiero era muy delicado debido a lucha frente al protestantismo y los turcos, que la Monarquía Española asumió en defensa de la Cristiandad. De este modo Carlos I y Felipe II consiguieron de los papas autorizaciones para vender tierras de señorío eclesiástico, mediante las correspondientes compensaciones. Las bulas aludidas fueron otorgadas por Julio III en 1551 y Gregorio XIII en 1574. Las órdenes militares también se vieron afectadas. El resultado fue el incremento del señorío laico frente al detrimento del abadengo.

Durante el siglo XVIII los señoríos eclesiásticos fueron sometidos a nuevas desamortizaciones, promovidas por los juristas de tendencia regalista. Al menos seis señoríos eclesiásticos fueron incorporados al realengo durante los reinados de Carlos III y Carlos IV. El más importante fue el de Brihuega que provocó el retraimiento del de Toledo. En 1798 se puso en marcha la llamada “Desamortización de Godoy”, cuyas cédulas preveían la enajenación forzosa de una séptima parte de los bienes propios de personas y cuerpos eclesiásticos. No se llegó a realizar por la entrada de las tropas francesas en 1808.

El final de los señoríos eclesiásticos se produjo en la primera mitad del siglo XIX con las leyes abolicionistas y desamortizadoras de 1811 y 1837, obra de los liberales que ignoraron cualquier distinción entre los distintos elementos del señorío eclesiástico. Al contrario, sucedió con los señoríos laicos cuyos propietarios pudieron conservar, a título de propiedad privada, gran parte de sus antiguos dominios señoriales.

José Carlos Abad

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