Holanda, otoño de 1585.
—¿En lekker?…¿Y bien, don Francisco?
Antes de responder, Francisco Arias Bobadilla echó un vistazo a su alrededor con las manos entrelazadas a la altura del pecho. A su derecha, el río Mosa se extendía hasta donde alcanzaban su ojos, dejándose engullir por la espesa bruma holandesa que lo absorbía todo, capaz de filtrarse en el más grueso coleto y calar los huesos de los tres tercios que desde hacía unos días se encontraban acampados en la isla de Bommel, entre los pueblos de Dril, Rosan y Herwaardefl, mientras a su izquierda el ruido de la corriente del otro río que rodeaba la isleta, el Waal, resonaba en su cabeza, como pequeños cañonazos que parecían anticipar su futuro. Sabiéndose observado por sus hombres de confianza—el teniente Lechuga y el comandante Del Águila—, el maestre de campo se giró hacia la oronda figura del mensajero enviado por el almirante Holak y se lo quedó mirando, atento a los diez navíos anclados entre los diques de Empel y Bolduque-Hertogenboch, cuyas siluetas se recortaban entre la bruma a espaldas de aquel soldado alto y rubio que se había presentado con aquella disparatada propuesta: o inmediata rendición de bandera o atenerse a las consecuencias.
—Los españoles preferimos muerte a deshonra, Mijnheer Romson—dijo al cabo. Su voz sonó gutural y seca, como si la obviedad de la respuesta le produjera un cansancio infinito—, así que ya hablaremos de capitulación después de muertos.
La respuesta no provocó en el holandés más que un leve temblor del labio superior y una serena sonrisa en Bobadilla, a quien no le pasó inadvertido cómo el otro apretaba los puños, lo que era toda una demostración de sentimientos en aquellas gentes, de natural frías e inexpresivas.
—En ese caso—dijo el rubio—, damos las conversaciones por terminadas.
Mientras el soldado abandonaba el campamento entre chanzas e imprecaciones, el maestre se dirigió a Cristóbal Lechuga, quien había permanecido en la penumbra del comedor donde llevaban alojados desde su llegada a Bommel, y cruzaron miradas durante un instante.
—¿Recuento? —preguntó finalmente el maestre.
—Por nuestra parte, cinco mil hombres, señor. En cuanto al enemigo, si atendemos a la regla de un hombre de mar por cada 5 toneladas y media, calculo que estaremos hablando de unos diez mil, hereje arriba, hereje abajo, lo que supone una proporción de 2 a 1— dijo Lechuga, absorto en el disco turbio que se movía desconsoladamente por un cielo perlado de nubes—. Lo que significa que tendremos que matar a dos manos.
Iba a responder el maestre cuando un ruido devastador procedente de algún lugar al norte de la bruma que los rodeaba la isla hizo tambalear todo el mobiliario del puesto de mando, como si alguien hubiera hecho disparar centenares de cañones a menos de una cuarta, aunque la ausencia de cualquier olor a pólvora hizo que Bobadilla desechara la idea de un ataque. No, es otra cosa, se dijo al sentir un intenso golpe de humedad que le empapó el rostro al acercarse a la ventana. La niebla impedía ver más allá de su sombra, así que agudizó el oído hacia la espesa capa blanquecina que solo dejaba intuir que por allí pasaba un río, devolviéndole esta un rugido semejante al que escuchó durante una noche de tormenta en las Azores, cuando se enroló junto a don Álvaro de Bazán para luchar contra los franceses en las costas de isla Terceira. Como una marejada, susurró, inquieto. Fue entonces cuando se dio cuenta de lo que estaba sucediendo.
—¡Los diques!— gritó—,¡los holandeses han abierto los diques del Mosa!¡quieren hundir la isla!
Bajo la luz cetrina de un sol que ni iluminaba ni calentaba, Francisco Arias Bobadilla miraba con ojos tristes cómo a su alrededor las aguas del Mosa liberadas por los diques iban anegando uno a uno todos los pueblos de Bommel hasta donde alcanzaba la vista, incluidas la mayor parte de la artillería y vituallas españolas. Todo había sucedido muy rápido desde que se diera la voz de alarma: en apenas unos minutos varias olas gigantes arrasaron todo lo que encontraron a su paso, obligando a los españoles a replegarse y buscar refugio a la carrera en el montecillo de Empel, el lugar que hasta hacía unos pocos minutos aparecía en todos los planos como la parte más elevada de la isla, pero que la terrible inundación acababa de convertir en la única zona no anegada en muchas leguas a la redonda, un trozo de tierra pedregosa de poco más de un millar de varas en el que comenzaban a apelotonarse cinco mil españoles condenados a morir bajo el fuego de una ingente flota enemiga cuya siniestra sombra ya comenzaba a dibujarse en el horizonte.
Aquello era cosa hecha, asumió el maestre. Ya solo tocaba morir de pie, defendiendo la bandera, el honor de las Españas y el de sus tercios al grito de Santiago, cierra. Antes de ordenar a sus soldados que cargaran arcabuces con la poca pólvora seca que habían podido salvar antes de abandonar sus posiciones, Bobadilla azumbró un cuartillo de vino y, escupiendo al suelo a la vez que se llevaba por pura inercia la mano al cinto donde le colgaba su vieja toledana, justo al lado de una pistola bien cebada, bisbiseó un lamento que le sacó una sonrisa desesperada.
—Por Dios que estamos con el agua al cuello.
II
7 de diciembre de 1585
Frío y desesperanza; esas fueron las dos palabras que vinieron a la mente de Alonso Vázquez mientras cavaba la trinchera que debía servir a los soldados para guarecerse del repentino y gélido aire del nordeste. Con cada palada en su interior no podía evitar que fuera creciendo el desasosiego de pensar que quizás estuviera horadando su propia tumba. Tratando de apartar de su mente el inquietante pensamiento, el teniente se frotó las manos medio congeladas, agarró con fuerza la pala y comenzó a excavar con la misma desesperación que se había apoderado de todo el campamento español desde que el maestre Bobadilla les comunicara el fallido intento de rescate del general Mansfelt, lo que en la práctica suponía el desvanecimiento de la última esperanza de poder sobrevivir a un asedio naval que solo el buen oficio de los tercios había logrado contener.
—Hasta ahora—susurró Vázquez mientras le castañeteaban los dientes. A su alrededor solo había niebla, barro y agua, mucha agua.
El viento empezaba a arreciar; hacía demasiado frío, incluso para aquel lugar alejado de la mano de Dios. Envuelto en su propio vaho, comenzó a hundir la pala sobre el barro una y otra vez, sin pensar en otra cosa que no fuera seguir respirando, hasta que a la octava palada impactó contra algo. Renegando del papo de Adán —Ni su propia tumba le dejan a uno cavar a gusto—, se agachó para apartar la traba, pero en lugar de una piedra se encontró con algo plano que, por la manera de crujir, parecía madera.
—¿Pero qué…?
Después de una vida forjada en hierro y sangre, pocas cosas podían asombrar ya a alguien que había sentido en más de una ocasión la siniestra presencia de La Chata pegada a los talones, pero encontrar enterrada en medio de aquel infierno acuático una tabla con la representación de la Inmaculada Virgen María, tan vivos los colores y matices que cualquiera diría que hubiese acabado de crear, superaba con creces cualquier cosa que jamás hubiera presenciado. Y tal fue su sorpresa que Vázquez, tan rufo como ferviente católico, fue incapaz de articular palabra durante unos segundos, hasta que una fuerza que creía abandonada le hizo volar hacia el campamento, gritando ¡Milagro, milagro! mientras sorteaba las tiendas donde se arrebujaban sus desharrapados compañeros unos junto a otros para luchar contra el frío. Porque hacía frío, mucho, pero nada en comparación con el que se avecinaba.
Una hora después
—¡Soldados, Nuestra Señora ha venido cuando menos imaginábamos y más necesitábamos!—la voz de Francisco de Bobadilla, vestido con armadura de planchas y espalderas, resonó en todo Empel. A su lado, Alonso Vázquez portaba la tabla de la Inmaculada, a la que ya todo el campamento calificaba de milagrosa—. Ella sabe que le cedemos por prenda nuestra libertad y que la adoraremos para que prosiga y lleve a cabo sus beneficios, sabiendo que cuando el hambre y el frío a punto han estado de llevarnos a la derrota, la Virgen Inmaculada se hace presente para salvarnos. Así que os pregunto: ¿Queréis que se quemen las banderas, que se inutilice la artillería y que abordemos esta noche las galeras enemigas?
La unánime respuesta entre los infantes españoles provocó un escalofrío en el maestre. Aquellos hombres serían lo que fueran, se dijo, pero nadie podría decir que no eran de los que se vestían por los pies.
—¡Pues llevemos la imagen entre las banderas y roguemos a la madre de los ejércitos para que nos libre de las asechanzas de elementos y enemigos!
Y en ese momento, mientras se dirigían en procesión donde los esperaba el padre fray García de Santisteban para rezar una salve, una fortísima racha de viento gélido rasgó el rostro de los españoles.
III
8 de diciembre de 1585
El ruido de un vaso estrellándose contra la pared resonó en todo el buque, resultado de la ira incontenible del almirante Holak. Cariacontecido, con los ojos rebosantes de odio, el holandés deambulaba en su camarote de un lado a otro, lamentando su mala suerte; solo así podía considerarse que a la pertinaz resistencia demostrada por los católicos, a pesar de la escasez de munición o víveres y de estar rodeados de agua y mosquetes, se le uniera una climatología tan inaudita como desfavorable a los intereses rebeldes. Y es que a pesar de que ya peinaba canas, Holak no podía recordar un frío de una intensidad tal que en apenas unas pocas horas el Mosa se congeló de punta a punta, encajonando por sorpresa a sus navíos alrededor del monte Empel que, como la punta de un iceberg, abría a los sitiados una inesperada vía de escape, circunstancia que cualquier ejército razonable hubiese aprovechado para huir, pero no esos condenados tercios, siempre más pendientes de saldar viejas cuentas con ese rencor tan español que en salvar sus propias vidas, y que el almirante resumió en su diario de a bordo en tan solo dos líneas.
Y nos atacaron aquellos 5000 españoles que parecían a la vez 5000 infantes, 5000 caballos ligeros, 5000 mil gastadores y 5000 mil diablos.
Antes de poner rumbo a la desembocadura del Escalda, Holak sacó la cabeza por el ojo de buey y, mientras echaba un último vistazo a Empel, un trozo de tierra emergiendo silencioso entre el manto helado del Mosa, escupió un vómito incontenible de bilis y odio en forma de una blasfemia que pasaría a la Historia. —Pues tal pareciera que Dios fuera español al obrar tan grande milagro.
Ricardo Aller