Fue un 7 abril del 589 cuando se reunió el convocado Concilio en la ciudad de Toledo, bajo el reinado del monarca visigodo Recaredo I, el cual, al estilo de Constantino en el Concilio de Nicea, es decir, sentándose como rey entre los obispos, presidió la reunión conciliar de gran trascendencia para los visigodos y los suevos. E incluso, podría decirse, para todo el cuerpo doctrinal del catolicismo.
Después de haber anunciado Recaredo el levantamiento de la prohibición de celebrar sínodos, los convocados obispos y prelados se retiraron a ayunar durante tres días. Reunidos de nuevo el 8 de mayo del mismo año, pronunciada una oración conjunta, el rey Recaredo dejó constancia de su anterior conversión a la fe católica, como hombre sumamente religioso que era, a contrario sensu que su difunto padre, Leovigildo, rey guerrero y batallador. En aquel momento, el monarca aportó un documento notarial, redactado por el mismo, en el cual, junto con Baddo, antes concubina goda y ya esposa, se declaraba anatema al arrianismo, abrazando la fe católica, con reconocimiento de los Concilios de Nicea, Constantinopla, Éfeso y Calcedonia, al tiempo que solicitaba que los godos y suevos fuesen instruidos en la fe que acababan de abrazar, por ser la única verdadera.
Obviamente, los obispos y demás asistentes aplaudieron con entusiasmo aquella declaración, para uno de ellos solicitar de todos los asistentes, obispos, clero y miembros de la nobleza, que condenaran la herejía arriana, enmarcado todo ello en 23 artículos. Nos hallamos en ese momento ante una primicia que iba más allá del trasfondo eclesiástico, como lo fue la publicación por Recaredo del «Edicto de Confirmación del Concilio», según el cual la confiscación de bienes o el destierro eran sanciones que venían implícitas a la desobediencia de los cánones aprobados en el Concilio. Un hecho peculiar a señalar; el catolicismo trajo formas de vestir diferentes entre los godos, que abandonaron sus vestimentas propias para acogerse al estilo romano, dejando atrás hebillas y broches que les eran sumamente tradicionales. En alguna medida podría decirse que aquellos considerados «bárbaros» se convirtieron en ciudadanos de una Roma ya inexistente como imperio.
Recaredo ordenó la quema de todos los libros y textos arrianos, excluyó a los arrianos de cualquier cargo público y suprimió la organización de la Iglesia arriana, que desapareció en pocos años.
Las reacciones fueron escasas, como la provocada por el obispo arriano de Mérida, Sunna, y los nobles godos Segga y Vagrila, con un intento de asesinar al obispo católico, Masona, así como al dux de Lusitania, Claudio, para proclamar rey al posiblemente conde Segga. Sin embargo, el dux logró sofocar el levantamiento y de paso cortar las manos a Segga, confiscar sus bienes, mientras Vagrila se refugió en la Basílica de Santa Eulalia de Mérida. Posteriormente el obispo Masona le indultó y le devolvió sus bienes anteriormente confiscados.
Otro hecho, al cual hemos hecho referencia al principio, llegó a tener especial trascendencia a principios del siglo XI, al atribuírsele a dicho Concilio la introducción de la cláusula «Filioque», en el rezo del Credo, o Símbolo Niceno-Constantinopolitano, rectificando con ello el Concilio de Constantinopla, Hasta ese momento, el Espíritu Santo se proclamaba procedente del Padre, sin embargo, con la inclusión de dicha expresión, la afirmación fue sustituida por «et in Spiritum Sanctum, Dominum et vivificantem, qui ex Patre Filioque procedit», es decir, «y en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo». Si bien no todos los manuscritos del Concilio mencionan dicha cláusula, lo cierto es que, en la profesión de fe, los conversos del arrianismo debían pronunciarla. Sea como fuese, lo cierto es que tal expresión se extendió durante los siglos siguientes por España, Alemania, Francia y el norte de Italia, para en 1014 ser aceptado también en Roma. Hechos que tuvo su trascendencia en el cisma de 1054, como uno más de los pretextos para desprenderse los patriarcas de Oriente de la suprema autoridad de Roma, junto con la intromision de los emperadores en los asuntos eclesiásticos.
Francisco Gilet
Bibliografia
Hernández Villaescusa, Modesto (1890). Recaredo y la unidad católica. Estudio histórico-crítico.
Thompson, E.A. (2007). Los godos en España