La Regla Común
Las reglas hispanas más importantes fueron las de san Isidoro de Sevilla y la de san Fructuoso de Braga, aunque no fueron las únicas en la Península. También destacó la de san Leandro. La que ocupa un lugar de importancia entre todas fue la denominada Regla Común que concluirá con el texto de un Pacto monástico. La idea más compartida entre los investigadores es que la autoría podría haber sido por un sínodo de abades en el noroeste peninsular con especial tradición fructuosiana.
En el texto se descubren los rasgos fundamentales del monacato de la Gallaecia. Incide sobre las fundaciones monásticas y los modelos de cenobio. Es tajante en la condena de la práctica de fundar casas religiosas por seglares o de presbíteros seculares, con el fin de lucrarse. Decide como ha de aceptarse familias enteras dentro del monasterio y el especial cuidado de los niños. Organiza los monasterios dúplices con hermanos y hermanas separados bajo un mandato común.
Trata todos los temas importantes que se han de tratar en una regla monástica como las cualidades propias del abad, las funciones de los prepósitos y las actividades de los decanos. Especial cuidado tiene a la hora de recibir a candidatos excesivamente mayores por su incapacidad de adaptarse al ritmo de la comunidad. Tendrá especial atención caritativa a los enfermos. Quedan estipulados los castigos y la forma de tratar a los excomulgados. Aborda la importancia de la pobreza para preservar la ascesis.
La regla se inicia con una clara crítica sobre la fundación de monasterios falsos por obra de seglares y clero secular. Con respecto a los monjes dice que han de ser tranquilos, sencillos, humildes, obedientes, asiduos a la oración y deben llorar los pecados propios y ajenos. Los monjes deben vivir en castidad para conservar la buena fama ante Dios y ante los hombres. El hermano entrará en el cenobio libre de pertenencias porque de lo contrario se le expulsará; por eso se ordena que sus bienes sean distribuidos entre los pobres antes de entrar. La regla invita a orar incesantemente y a vivir con humildad; por este motivo, a la entrada al monasterio se injuria a los candidatos para que, de este modo, muestren su verdadera intención.
La regla monástica aparte de mostrar las normas prácticas es un verdadero tratado de espiritualidad. Realiza un repaso sobre las enfermedades espirituales más comunes en la vida de los monjes, entre las que destacan: la tristeza, la ambición, el rencor, la desesperación, el espíritu de fornicación, la pereza, la ociosidad, la palabrería innecesaria, los pensamientos vanos, soberbia del propio linaje o de la sabiduría y la vanagloria.
La Regla Común sitúa a Jesucristo en el centro de la existencia del monasterio, y a él debe conducir todo lo realizado. Ese seguir a Cristo será un encuentro de amor, que conduce al amor de Dios y al de los hermanos. Por ello, la regla da por hecho que no se puede acudir al monasterio ni por temor a la muerte ni por la angustia de la enfermedad, sino solo por amor a Cristo. La regla entiende que la penitencia será la ayuda esencial para los excomulgados y los pecadores. Éstos no podrán probar la carne o el vino, vestirán de cilicio y dormirán encima de una estera. Los ancianos dentro de la comunidad harán de médico espiritual para los monjes que hayan cometido graves pecados.
Como conclusión podemos decir que la Regla Común tiene todos los rasgos necesarios para ser considerada una regla monástica. Aunque su temática abarca mucho más que los temas monásticos habituales, ya que pretende dar pautas para varios monasterios y también para los monjes, los abades e incluso los obispos.
El pacto monástico
San Isidoro se limita a decir que el converso, antes de ser admitido, debe prometer su estabilidad dentro del monasterio., y este juramento debe ser oral y escrito. San Fructuoso impone que se realice mediante el “Pacto”, así el monje se vinculará y comprometerá con el monasterio, esta forma contractual es más exigente y compromete tanto al abad como al monje.
Esta práctica jurídica monástica estará vigente desde el siglo VII hasta el XI. Es una de las peculiaridades del monacato hispano-visigodo. El texto del Pacto recoge tanto los derechos como los deberes del abad y el monje. No es fácil precisar cómo se realizaban las fórmulas pactuales, pero todo parece indicar que se realizaban en dos momentos. El primero sería ante la elección de un nuevo abad, en este caso tanto el superior como el monje firmarían el Pacto; y el segundo sería la firma del Pacto por cada nuevo miembro que entrase en la comunidad.
La primera cita que tenemos sobre el Pacto aparece en la regla de san Fructuoso. Y el primer texto completo de un Pacto es el que está anexado a la Regla Común. Por todo esto, podemos remontar esta práctica al periodo visigodo. No podemos decir que fue san Fructuoso el creador del régimen del Pacto, pero si podemos concluir que fue en los monasterios de su órbita en los que se extendió.
No es nada fácil conocer los orígenes de la tradición pactualista del monacato hispano. Unos autores consideran la influencia de la Regla de san Basilio, e incluso de la Tercera Regla de los Padres. Otros establecen una relación entre el derecho público visigodo y la relación monje-abad.
El pacto adosado a la Regla Común es el único que conservamos de la época visigoda. Su importancia no la tiene por su antigüedad, sino porque servirá de base para muchos otros Pactos posteriores, especialmente en el periodo de la Reconquista. Se acepta que es un Pacto de finales del siglo VII. La razón de ser de la Regla Común y el Pacto debió ser un medio para normalizar las situaciones pseudo-monásticas; es decir, comunidades sociales que se convertirían en monasterios. En un planteamiento feudal el Pacto ordena en lo religioso unas relaciones comunes en la sociedad de la época.
Aun así, el Pacto posee un profundo carácter espiritual, que no puede ser reducido únicamente a lo social, político o económico. El Pacto comienza con una verdadera confesión trinitaria. Invita a la pobreza, vendiendo las posesiones y dándoselas a los pobres, a cargar con la cruz y seguir a Cristo y dejar incluso a la familia, ya que solo el que pierde la vida la podrá encontrar realmente. En este contexto de entrega a Dios se inicia el Pacto.
Por este vínculo espiritual, y no solo jurídico, se concede al superior autoridad para anunciar, enseñar, impulsar, increpar, mandar, excomulgar y enmendar. Todo esto, siempre para el bien de las almas de los monjes. El Pacto también considera la posibilidad de que el abad lo incumpla. Si esto sucede y se trata injustamente a un monje, éste puede recurrir al prepósito, a otros monasterios, al obispo que vive bajo regla o, incluso, al conde católico, para lograr que el abad cumpla la regla. Por esto no se permitirá al abad tratar a los monjes con soberbia, ira, predilección, desprecio u odio. Por su parte, el superior recibirá la protesta con paciencia y humildad.
La institución del Pacto monástico es una de las características más específicas e interesantes del monacato hispano que no acabó con la invasión musulmana, sino que encontró una amplia acogida en la vida espiritual de los monasterios durante los primeros siglos de la Reconquista. El ambiente pactual, la tradición fructuosiana y el contexto ascético del monacato hispano impidió hasta el siglo XI la penetración del mundo benedictino. Esto tuvo lugar con los monarcas Fernando I y su hijo Alfonso VI, que en los Concilios de Coyanza (1055) y de Burgos (1080), van derogando la tradición hispánica, tanto monástica como litúrgica.
José Carlos Sacristán