Los representantes diplomáticos enviados a Roma por los Reyes Católicos siempre tuvieron como instrucción prioritaria la reforma del clero. Es la prueba clara de la importancia que los reyes le dieron al asunto y en especial a la reforma de los beneficios.
Podemos definir beneficio eclesiástico como, el derecho a percibir la mercancía y el plusvalor que producen los bienes agregados a dichos beneficios por la prestación de un servicio espiritual. En el buen hacer eclesiástico el oficio precede al beneficio; es decir, el clérigo trabaja para la Iglesia y ésta se encarga de su manutención. Cuando la Curia romana centralizó la provisión de los beneficios los problemas se multiplicaron, por proveerlos a extranjeros, o por conceder varios a una misma persona lo cual se tradujo en la no residencia. El impulso por acumular rentas generó codiciadores de beneficios.
La Curia comenzó a tener una tendencia desmesurada a distribuir los beneficios españoles, los reyes se enfrentaron firmemente a esta decisión con la intención de que éstos recayesen en clérigos propios del lugar. En esta ardua tarea, los reyes se vieron respaldados por sus consejeros y los obispos, lo que quedó patente en la asamblea celebrada en Sevilla en el año 1478. Los reyes llegaron incluso a plantear sus peticiones en el Concilio de Letrán, para que la Curia romana no concediese beneficios a extranjeros. La petición no fue aceptada y el rey Fernando publicó una pragmática contra la provisión de beneficios a extranjeros.
La provisión de beneficios con cura de almas o sin ella, la regulaba la Cancillería romana; se reservaba a la Curia romana la provisión en los ocho meses apostólicos y a los obispos solamente les correspondían los meses ordinarios de marzo, junio, septiembre y diciembre. La Curia llegó a no respetar el derecho de los obispos a través de las expectativas y reservas, uniendo beneficios a monasterios, y lo que era mucho peor, empobreciendo a las iglesias. De la siguiente manera lo explicaba fray Tarsicio de Azcona: “la asamblea del clero de Castilla de 1505 se queja de éstos y otros abusos cometidos por la Curia romana en la provisión de los beneficios, critica el sistema beneficial vigente y clama por la vuelta a la provisión según el derecho común, pues la práctica romana lesionaba el derecho de los obispos y de los poseedores de los beneficios”.
Los reyes no aceptaron la disposición de Roma, apelaron a una bula que el papa Sixto IV concedió al rey Enrique IV de Castilla mediante la cual, ningún extranjero podía acceder a un beneficio en Castilla. El papa presionado por los cardenales la revocó semanas después, pero los Reyes Católicos exigieron a la Curia que se cumpliese. El papa no cedió.
En otras zonas los beneficios quedaban reservados para los hijos de cada lugar. Si había vacantes se intentaba seleccionar al candidato más aplicado, algunos clérigos que no aprobaban el examen acudían a Roma y desde allí se les concedía la vacante, lo que provocaba la protesta de los obispos.
En Galicia los reyes se empeñaron en que los nobles devolviesen los beneficios eclesiásticos que les habían sido donados por diversos motivos, por esto realizaron una visita a tierras gallegas en 1486, la estancia de los reyes no sirvió para resolver el problema, pero sí para que se diesen cuenta de la gravedad del problema y tomar fuerza para comenzar la reforma. Solicitaron una autorización para buscar una solución al papa Inocencio VIII, y éste encargó a los arzobispos de Toledo y Sevilla y a los obispos de Ávila y Ciudad Rodrigo que realizasen la investigación, para comprobar que beneficios habían sido ocupados por seglares. De lo único que se dieron cuenta, fue de la complicación que entrañaba la cuestión ante la negativa de los señores gallegos a devolver ninguna posesión.
En 1493 volvieron a solicitar al papa Alejandro VI que estudiase el problema, este aceptó y sancionó la solución decidida, obligando a los nobles a devolver los bienes eclesiásticos de los que se habían apoderado de forma impropia. Los nobles gallegos se negaron y siguieron disfrutando de las rentas de los beneficios.
Los Reyes Católicos siempre pretendieron imponer a sus candidatos defiendo el derecho adquirido por títulos de patronato (conquista, fundación y dotación de iglesias) y de la costumbre desde tiempos lejanos. Tras la conquista de Granada y el descubrimiento de América, consiguieron en 1486 el derecho de patronato y presentación para las iglesias del reino de Granada y las Islas Canarias, y pocos años después, en 1508, para las iglesias de América. El privilegio de poder tener esta disposición para todas las iglesias de España no fue concedido hasta el año 1523 cuando el papa Adriano VI se lo otorgó a Carlos I.
Para consolidar la reforma del clero deseada, los Reyes Católicos establecieron unos criterios de selección: los candidatos debían ser naturales de sus reinos, honestos, de clase media y letrados. La preocupación de los reyes quedó reflejada en el Acuerdo para la gobernación del reinodel año 1475. La primera exigencia de los reyes fue la de proveer los obispados en personas naturales del reino. La consecuencia lógica de tener obispos naturales era que de esta forma sería más fácil promover la reforma religiosa.
El segundo requisito; que las personas fuesen íntegras y honestas. No solamente se les exigirá la observancia del celibato, sino también que sean modelo de vida frente al pueblo cristiano. Este fue un fuerte argumento que los reyes esgrimieron en Roma. Es cierto, que hubo casos que no fueron modelo de perfección, el mismo Cardenal Mendoza, pero su casa junto con la de Hernando de Talavera sirvieron de auténticos seminarios de obispos. Los reyes trataron de hacer del episcopado uno de los puntales de su política de gobierno. El último requisito que se impuso fue el de que fueran letrados. Letrado significaba haber estado formado en las aulas universitarias, para que se encargase de la promoción cultural del clero.
Estos fueron los requisitos exigidos por los Reyes Católicos, los cuales no siempre se cumplieron por la presión de Roma y de algunas familias nobiliarias. Aun así, la buena formación de los prelados tuvo repercusión inmediata en la elevación del nivel cultural del clero y por lo tanto de la mejor atención pastoral a los fieles.
A finales del siglo XV había en España 47 cabildos catedralicios y unas 80 colegiatas, sus miembros eran alrededor de 4.000 que constituían la corporación capitular. Además de este personal, había un alto número de clérigos, como capellanes y beneficiados que superaba los 2.000 miembros. Por lo tanto, durante el reinado de Isabel y Fernando y hasta el concordato de 1753 las dignidades, canonjías, raciones y medias raciones eran dispuestas por la Santa Sede cuando corresponden a los ocho meses apostólicos. Cuando coincidían con los meses ordinarios correspondían al obispo y el cabildo.
La jurisprudencia de los beneficios fue otro problema para delimitar en lo referente a la competencia, así cuando Juan de Castilla, obispo de Salamanca (1498-1510), desterró al deán, el cabildo apeló a Roma y ganó el pleito. Este tipo de conflictos de jurisdicción fueron frecuentes y frenaron la acción reformadora.
Hay que tener en cuenta también, que en los cabildos se encontraban miembros poco relevantes de familias poderosa, que miraban más por lo intereses familiares que por la conducta. Esta situación la denunció Cisneros en más de una ocasión.
Con respecto al clero parroquial la información es más difusa que respecto al clero capitular. Sabemos que la situación era desoladora en muchos aspectos, absentismo en un número elevado, párrocos que no residían en su iglesia, sacerdotes que mantenían a la concubina en la casa parroquial y un nivel cultural bajísimo.
El acceso a la clerecía se hacía mediante la tonsura impartida por el obispo, en esta época las Decretales pontificias no se cumplían, ni en lo referente a la edad ni por la persona que la debía impartir; se administraba a cualquier edad y por obispos no residenciales que la daban por iniciativa propia o por dinero.
En 1503 la reina Isabel acusó al provisor de Cuenca de ordenar con la tonsura a cualquiera que lo pidiese a cambio de dinero. El rey Fernando hizo lo propio en varias diócesis de Andalucía, donde incluso se ordenaba a hombres ancianos y conversos, casados y de mal vivir. Por todo esto pensaban que “acostumbraban a tomar corona, más con intención de excusarse de la pena de los delitos, que por no servir a nuestro Señor en hábito clerical”.
Las obligaciones del clero eran las que llevaban consigo su oficio, tenían encomendado el cuidado de las almas, con la obligación de enseñar al pueblo con sencillez y claridad la doctrina cristiana. Según el profesor Maximiliano Barrio Gozalo: “la figura del clérigo facineroso y bandido parece un hecho normal, el concubinario es frecuente, la ignorancia predomina y la irresidiencia es general”.
La figura del clérigo ignorante sin pretensiones, preocupaciones ni vocación llegó a oídos del papa Alejandro VI, el cual en 1499 se lamenta en dos breves dirigidos al cardenal Cisneros, de la ignorancia de los clérigos de España y manda que los que tengan cura de almas entiendan, al menos, el latín litúrgico. La situación se agravó con la falta de residencia de muchos clérigos, causado en muchas ocasiones por la acumulación de beneficios en una sola persona y su concesión a menores de edad. Ante tal situación, las autoridades civiles y los obispos trataron de devolver al clérigo su auténtico significado; Alejandro VI autorizó a los reyes a proceder. Las medidas contra las concubinas de los clérigos se venían aplicando desde tiempo atrás, pero no fue hasta la Asamblea del clero de 1478 cuando los obispos se comprometieron a hacer cumplir la norma.
Con respecto a la reforma del clero regular, hemos de decir que con excepción de la Orden jerónima y la Observancia franciscana, el resto de los movimientos distaban mucho de la pretensión de los reyes. Por este motivo los reyes quisieron emprender una reforma dirigida por prelados de su confianza, que corrigiesen los malos hábitos y saneasen la administración de los monasterios. Para lograr su propósito tuvieron que realizar gestiones diplomáticas y en 1484 envían a Roma a Francisco Benet para negociar con Inocencio VIII la reforma del clero español. El papa accedió a algunas de las peticiones de los reyes, pero se mostró reacio a darles facultades para llevar a cabo la reforma de los monasterios, aunque sí les autorizó reformar los monasterios de Galicia.
La Orden de San Benito de Valladolid comenzó la conquista monástica de Galicia, con la oposición de los caballeros y los prelados con intereses. Aun así, consiguieron las abadías más importantes. En la primera mitad del siglo XVI la Congregación de Valladolid agrupó a la mayoría de los monasterios españoles, a excepción de los de Aragón. La pretensión fue establecer la observancia que hacía valer el cumplimiento de la regla bendictina y la supresión de abades perpetuos por priores elegidos cada tres años.
De forma paralela se realizó la fundación del monasterio cisterciense de Monte Sion en 1427, con la intención de devolver el ideal de los primeros tiempos. El apoyo de los reyes para conseguir esta implantación fue decisiva por la resistencia de los monjes a reformarse. De esta forma en 1559 los reformadores se habían apoderado de todos los monasterios cistercienses de Castilla, León y Galicia. En Aragón no fue posible hasta los primeros años del siglo XVII.
Las órdenes militares medievales nacidas para hacer frente a los musulmanes ya no tenían razón de ser, después de la conquista de Granada, y los Reyes Católicos consiguieron incorporar sus maestrazgos a la Corona. Las órdenes mendicantes al final del medievo estaban en plena decadencia y surgió un deseo de restaurar la observancia primitiva, que culminó con la Congregación de la Observancia.
El cardenal Cisneros luchó por la superación de la vida conventual en los monasterios y con el tiempo los conventuales de Castilla comenzaron a ceder a las intenciones de la Corte. La observancia se consolidó y terminó imponiéndose con el apoyo de los Reyes Católicos que, previa autorización pontificia, encargaron a Cisneros hacerla efectiva.
A finales de la Edad Media los monasterios y conventos de monjas experimentaron un importante crecimiento. Muchas viudas se retiraban a los conventos para gozar de tranquilidad, incluso en la ciudad no era raro que las mujeres casadas frecuentasen los monasterios femeninos y residiesen en ellos temporalmente. En los monasterios la clausura estaba impuesta desde el año 1300, por Bonifacio III, pero no se guardaba y en un muchos casos por necesidad de supervivencia. Algunos meses del año los monasterios más pobres debían enviar a algunas hermanas para recoger limosnas indispensables para paliar el hambre de la comunidad.
Esta es la situación de los monasterios femeninos a principios de la Edad Moderna con la continua entrada y salida de mujeres, hombres y mercancías. En algunos claustros surgen deseos de reforma. En 1380 las clarisas de Castilla ya habían iniciado su reforma, partiendo del monasterio de Santa Clara de Tordesillas. No obstante, a pesar de iniciativas como esta hay que esperar al reinado de los Reyes Católicos para que se ponga en marcha el plan de reforma de las monjas. Se inicia por la Corona de Aragón, en 1493 nombran visitadores para los conventos de Cataluña y dictan severas leyes contra los que se opongan a la reforma, que pretende restablecer la vida común, especialmente en el refectorio y en el dormitorio, el silencio después de completas (última oración de la Liturgia de las Horas) y la clausura. La reforma no se pudo consolidar por falta de colaboración de las religiosas, en el resto del reino de Aragón y en Valencia ocurrieron episodios similares.
En Castilla la reforma se consiguió gracias al cardenal Cisneros, a partir del año 1494 se hizo cargo de la reforma de las clarisas de Castilla y de todos los monasterios femeninos a partir del año siguiente.
En los monasterios femeninos de Galicia la dificultad fue mayor, ya que éstos se encontraban en mayor decadencia que los masculinos. El prior de San Benito de Valladolid, en calidad de reformador de los benedictinos de Galicia, apostó por la vida monástica en monasterios grandes y bien dotados, en 1499 decide reunir a todas la monjas benedictinas gallegas en el monasterio compostelano de Antealtares. Las abadesas de los monasterios suprimidos ahora eran simples monjas de clausura. Una noche forzaron la puerta y se escaparon a sus lugares de origen. Solo años después se impuso la ley y estos monasterios quedaron clausurados.
A mediados del siglo XVI la reforma de las monjas estaba prácticamente concluida en Castilla, pero en Cataluña no. La uniformidad tuvo que esperar hasta las conclusiones del Concilio de Trento. Felipe II fue el encargado de implantar el decreto tridentino en los monasterios femeninos que aún no guardaban la clausura.
José Carlos Sacristán