Si la Compañía de Jesús fue signo de modernidad dentro de las órdenes religiosas, El Carmelo se significó por una novedad particular: hasta ese momento no había ninguna orden monástica, mendicante que hubiese sido fundada por una mujer, ni que la segunda orden fuese anterior a la primera, es decir, la femenina a la masculina. Por este motivo, veremos en primer lugar a las monjas y en segundo a los frailes, siguiendo un orden diacrónico. Para conocer los hechos fundacionales de la orden, no hay mejor documento que el que dejó Santa Teresa en su libro Vida, en su Fundaciones y en sus numerosas cartas.
Teresa de Ahumada (1515-1582) ingresó en el convento de las Carmelitas de la Encarnación de Ávila cuando tenía veinte años. Aquí fue donde nació su proyecto de vida religiosa que acabaría con la creación de una orden nueva, la de los carmelitas descalzos. En el convento se empezó a dar cuenta que le disgustaban hechos y actuaciones de las monjas tales como el número excesivo de ellas, las desigualdades, las salidas constantes para consolar, normalmente a viudas, o para aliviar la economía del convento. Por este motivo, meses antes de la fundación de su convento, ya pensaba en el número reducido de monjas y en la clausura exigente.
Con este pensamiento, y con la ayuda económica que su hermano le enviaba desde las Indias, comenzó a construir su monasterio, muy humilde, en Ávila. Su regla imponía la pobreza comunitaria, es decir, vivir sin rentas, sin fundadores que aportasen capital a cambio de patronatos o exigencias incómodas. Su obsesión por la pobreza le trajo más de un contratiempo. No se comprendía bien la edificación de un convento que había de vivir de la limosna en pueblos que tenían tantos pobres a los que socorrer. Teresa pidió consejo a distintos letrados para conocer su parecer al respecto, y éstos le aconsejaron que no se embarcase en una empresa tan insegura. Por el contrario, personajes de gran espiritualidad como su querido fray Pedro de Alcántara, mostró su disconformidad con los letrados.
La madre Teresa decidió hacer caso al fraile e inauguró el convento el 24 de agosto de 1562, nuevo convento de monjas de pobreza. Fueron pocas, unas cinco, las que comenzaron este nuevo estilo de vida conventual. Teresa no se cansaba de pedir a sus monjas que actuasen con una “determinada determinación”. En aquellos momentos ya estaba escribiendo el Camino de Perfección, tenía siempre a la oración en lugar preeminente y hacía gala de manifiestos feministas como el que se puede leer en el capítulo tercero: “No aborrecistes, Señor de mi alma, cuando andábades por el mundo, las mujeres, antes las favorecistes siempre con mucha piedad y hallastes en ellas tanto amor y más fe que en los hombres, que sois juez justo y no como los jueces del mundo, que, como son hijos de Adán y, en fin, todos varones, no hay virtud de mujer que no tengan por sospechosa”. Un censor que fue avisado tachó estos pasajes “comprometidos” de tal manera que no han sido descifrados hasta hace poco tiempo.
La madre Teresa solo tenía pensamientos para su casa y su orden, en ella permaneció cinco años (1562-1567), “los más descansados de mi vida, cuyo sosiego y quietud echa harto menos muchas veces mi alma”, escribió diez años después. La iglesia de su tiempo estaba muy sensibilizada con el ambiente contrarreformista, con la intención de aplacar y acabar con cualquier corriente de luteranismo. Les llegaban noticias muy preocupantes de Felipe II, que pedía oraciones continuas por los sucesos que estaban ocurriendo en Francia, con la destrucción de iglesias por parte de los luteranos. Con la intención de compensar estos males se fomentó la fundación de nuevos conventos que potenciasen la oración.
A tal efecto, los conventos de carmelitas descalzas se multiplicaron; en quince años se fundaron quince conventos. Los conventos se concentraron en Castilla que era la zona más rica y próspera, con preferencia en ciudades ricas y pobladas, capacitadas para dar limosna. Quería que los conventos estuviesen bien comunicados, elegía bien los caminos.
No le gustaba nada ponerse en viaje porque odiaba las ventas y posadas, las tenía verdadero pánico. Con frecuencia asemejaba las posadas con el infierno, describió el infierno como “una posada de para siempre, siempre, para su fin” (Camino de Perfección). Las dificultades en las comunicaciones fueron las que la alejaron de fundar conventos en Torrijos, Ciudad Rodrigo y Orduña.
Cuidaba de que las monjas estuviesen bien aposentadas, cosa que no era fácil en muchos casos debido a que un rasgo común de los conventos era la pobreza de sus edificios. Aun así, ella prefería que sus casas fuesen “pobrecitas en todo y chicas”. Las condiciones que exigía a sus monjas, a parte de la virtud y la salud, era la de que estuviesen alfabetizadas y a ser posible que fuesen lectoras. En sus Constituciones incluye un apartado que dice: “Tenga en cuenta la priora con que haya buenos libros, porque es en parte tan necesario este mantenimiento para el alma como el comer para el cuerpo”.
A su muerte (4 de octubre de 1582) había fundado dieciséis conventos, había cambiado en lo referente al número de monjas en cada comunidad, a la comida o en el vestir, aconsejaba a la priora de Sevilla lo siguiente: “El vestirse túnica al verano es cosa de disparate, que ya yo he probado el calor de ahí, y vale más estar para andar en la comunidad que tenerlas todas enfermas” (1 de febrero de 1580).
La fundación de los frailes carmelitas se debió también a la sensibilización contrarreformista de la época y de la madre Teresa en particular. La propaganda que llegaba de Ultramar sobre la cantidad de indios que se condenaban por no haberse bautizado, hizo que aumentase su compromiso con el aumento de frailes que ayudasen en esta labor, así como la necesidad de contar con frailes que asistiesen espiritualmente a las monjas.
La madre Teresa describe las dificultades que se le aparecen para encontrar hombres comprometidos y la localización de un lugar para comenzar la experiencia. En el verano de 1567 cuando estaba en Medina del Campo, logró convencer al superior local de los carmelitas, Antonio Heredia, y a fray Juan Santo Matía. Ambos sentían el ideal de entonces, el del rigor. Al año siguiente la madre Teresa se lleva a Valladolid a Fray Juan para potenciar el aprendizaje que le hacía falta: “Había lugar para informar al padre fray Juan de la Cruz de toda nuestra manera de proceder”. Pocos meses después comenzó la andadura en el casar de Duruelo (Ávila).
El comienzo no fue del agrado de la madre Teresa, estaba descontenta con el lugar donde había comenzado el proyecto carmelitano para los hombres. Lo que ella quería no eran frailes rigurosos, sino letrados: “Era mi intento el desear que entrasen buenos talentos, que con mucha aspereza se habían de espantar”.
El crecimiento de los conventos contemplativos o descalzos fue muy halagüeño en los primeros años, sobre todo a partir del enclave de Pastrana (1569). Comenzaron a llegar cantidad de novicios, en gran medida por la cercanía de la universidad de Alcalá de Henares. Hacia los años setenta, frente a la soledad del primitivo convento de Duruelo en Castilla la Vieja, nacieron diez fundaciones en Castilla la Nueva y Andalucía.
La reforma tridentina adoptada en el Concilio de Trento, no se impuso con los mismos criterios en todas las órdenes religiosas. Por lo que se refiere a España, el rey Felipe II tenía más prisa y era más exigente que Roma. Los comisarios nombrados por Roma decidieron introducir descalzos en los conventos de Castilla, y que se fundasen más conventos en Castilla la Nueva y Andalucía.
Esta imposición iba contra la limitación decidida por el general y de esta manera comenzaron las hostilidades internas. No es fácil describir el grado de violencia de aquellas “guerras familiares” que se agudizaron cuando el capítulo de la orden de Piacenza (1575) intentó reconducir la situación y ordenó la supresión de todas las fundaciones de los contemplativos realizadas sin licencia del General, estas fundaciones eran las andaluzas. A esto se ha sumar el relevo en el nuncio, al fallecido Nicolás de Ormaneto, favorecedor de los descalzos y con inmejorable sintonía con el rey, le sucedió Felipe Sega que era todo lo contrario. Se produjeron encarcelamientos, siendo el más notorio el de fray Juan de la Cruz.
La situación comenzó a normalizarse por la independencia. Felipe II tomó conciencia de ello, y así los adversarios tuvieron poco que hacer. El rey necesitaba órdenes religiosas más suyas, más de su Iglesia. Se quiso seguir el modelo franciscano, creando una provincia propia de los descalzos. La independencia se formalizó en el capítulo de Alcalá (1581) financiado por el rey. El capítulo resultó ser constituyente, se aprobaron las Constituciones de monjas y de los descalzos. Fue elegido provincial el tan valorado y estimado por la madre fundadora, Jerónimo Gracián.
Así se reanudó el crecimiento de conventos, incluso en Castilla la Vieja. Se ofrecieron las fundaciones de frailes en las dos ciudades universitarias de Valladolid y Salamanca. En ésta última y en dos años, pidieron el hábito un centenar de universitarios, futuros fundadores, misioneros o historiadores.
La gran expansión obligó a cambiar el régimen de gobierno en 1588: la Provincia se convertía en Congregación, y en 1593 se crea la orden nueva de “Hermanos descalzos de la Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo”. Ya había 1.300 frailes. El rey Felipe II intervino en la creación de la nueva orden, que dependería más de él que de Roma. Los carmelitas descalzos traspasan la frontera y crean los conventos de Génova y Roma, con ellos se formaría la Congregación de Italia, con espíritu teresiano y con Constituciones distintas de las de España y dependiente del papa.
Las monjas corrieron el mismo camino que los hombres y crearon la fundación de Francia, y más tarde las de Flandes e Italia. La orden de Santa Teresa, identificada en sus orígenes con las Austrias españoles, arraigó fuera de sus dominios y se europeizó.
José Carlos Sacristán