A la muerte de Enrique IV, en diciembre de 1474, Castilla presentaba un lamentable panorama: El trono, degradado; los privados, corruptos; los grandes, insolentes; el clero, relajado; la moral pública, inexistente; los bandos, enfrentados; los caminos, inseguros; la justicia, escarnecida; el pueblo, en la miseria; los magnates, en la opulencia, y los conflictos con los judíos, crecientes. Sucio panorama el que aguardaba a los jóvenes Reyes Católicos, que mientras ellos habían tenido unas bodas en las que habían mesurado los gastos, las gentes gastaban lo que no tenían.
Pero el descontrol de la sociedad acostumbra a tener referentes sociales; hoy, sí, y siempre. Y en el siglo XV, el descontrol de la nobleza era generalizado, con actuaciones que ponían a gran parte de la misma, no ya en los límites de la legalidad, sino inmersa en la más pura delincuencia, siendo que en lugares como Galicia el bandolerismo estaba encabezado por la Casa de los Ulloa, titulares del Condado de Monterrey.
La nobleza había desaparecido; se había convertido en tiranía que se enfrentaba al poder real y masacraba el territorio. Dueños de villas y ciudades, los señores de la tierra ejercían un control efectivo con sus propios ejércitos y con sus propios castillos. Luchaban entre sí y contra el monarca; acuñaban moneda y ejercían jurisdicción propia en sus Estados.
Ese era el panorama en el que se encontraban los Reyes Católicos cuando el 21 de diciembre de 1474 era elevada Isabel al trono. La alegría inmensa del pueblo pronosticaba la grandeza del reinado, y hasta cuatro de los seis magnates que estaban con Juana la Beltraneja hicieron defección y pasaron a servir a Isabel.
Pero no quedaba resuelto el asunto, ya que Juana la Beltraneja recibió importantes apoyos de la nobleza, así como de Alfonso V, rey de Portugal.
Los frentes eran múltiples y se presentaba como imprescindible la necesidad de cambiar la situación social y política si no se quería derivar a una situación de servidumbre que solamente había sido conocida en los peores momentos de dominación árabe, y es que los alcaides se habían convertido en auténticos malhechores; había gobernador, como el alcaide de Castronuño, que hostigaba a casi todas las ciudades de Castilla, y otros nobles acogían en sus fortalezas a salteadores y bandidos. A finales de 1474, algunos castillos eran auténticas cuevas de ladrones; los señores ocupaban las tierras, realizaban siembras no autorizadas y construían casas fuertes desde las que usurpaban el espacio circundante. Y las áreas despobladas eran prácticamente intransitables; siempre había algún ladrón al acecho… y los crímenes no se denunciaban al no existir confianza en jueces ni gobernantes.
Al asunto dedicaron los Reyes Católicos todo su esfuerzo consiguiendo enderezar lo que parecía inexorablemente torcido: mejoraron el funcionamiento de las instituciones públicas, regularon la política y la justicia urbanas, y se ganaron el corazón de su pueblo haciendo un sistema judicial garantista con el amparo personal de los propios monarcas, hasta el extremo que Isabel y Fernando dedicaban un día a la semana para estar presente en los juicios, y ser ellos mismos quienes oían las causas, lo que ocasionó que muchos nobles maleantes se redujesen a la ley.
Hicieron disminuir la cantidad de mercedes otorgadas a la nobleza desde el reinado de Enrique IV y supieron cortar radicalmente los abusos. Las cortes de Toledo de 1480 darían impulso a la jurisprudencia y sentenciarían los atropellos llevados a cabo por los nobles hasta ese momento.
Con mano firme, los Reyes Católicos lograrían controlar la gravísima situación social y política en que estaban sumidos sus reinos, en los que la violencia, la crisis institucional, el descontrol más absoluto de los nobles y la inoperatividad de la justicia eran sus señas de identidad.
La actuación de mano de hierro con guante de seda comportó una razonable rapidez en la implantación del orden público no solo en el campo, sino en las ciudades, donde el sistema policial urbano era determinante para ello.
Y esa actuación tomó forma en la conocida como Santa Hermandad, que en poco tiempo aportó la paz que Castilla estaba necesitando, y la pacificación de los nobles levantiscos reportó una mayor fuerza militar que fue canalizada para la participación en la guerra de Granada.
Gestada por Alonso de Quintanilla, personaje con grandes cualidades y contactos que gestionó el apoyo de la Iglesia para salvar de la indigencia a los Reyes Católicos, y luego ordenó la hacienda pública, también volcó sus conocimientos a favor de la nueva institución, que tenía su base en las milicias municipales o “Hermandades” que desde el siglo XI venían ejerciendo para la defensa contra los moros y los bandoleros.
En el reinado de Fernando III, las Hermandades gozaron de fueros y privilegios que posteriormente serían incrementados por Alfonso X, Sancho IV, Fernando IV, Alfonso XI y Juan II, siendo que fueron la principal defensa contra la delincuencia en el mundo rural. Pero, sin embargo, fueron disueltas por Enrique IV el de las mercedes, para satisfacer los deseos de los señores de la tierra, que tenían en sus feudos auténticos nidos de delincuentes desde los que sembraban la inseguridad en el territorio.
Alfonso de Quintanilla, que en 1.471, y frente al marqués de Villena sometió a Sepúlveda, y el año siguiente hizo lo propio con Agreda, y en 1.473 arrancó a la Beltraneja Aranda de Duero, el 27 de diciembre del mismo año tomaría también posesión de Segovia en nombre de la reina.
Y es que Quintanilla fue pieza esencial en el ascenso de los Reyes Católicos, tanto en el campo de batalla como en el diplomático, y por supuesto en el de orden interno, siendo el catalizador necesario para la reinstauración de la Santa Hermandad.
Él fue quien propuso a los Reyes su restablecimiento, y él fue el responsable del nuevo ordenamiento, por el cual las localidades serían las responsables de la recluta y mantenimiento de una cuadrilla que debía velar por la seguridad de los caminos. Su actuación quedaba enmarcada en las ordenanzas, que señalaban “que el malhechor reciba los sacramentos que pudiere recibir como católico cristiano, e que muera lo más prestamente que pueda, para que pase más seguramente su ánima”.
El resultado de medidas tan drásticas fue un bálsamo para la sociedad que sirvió como nexo de unión entre el pueblo y la Monarquía, mientras los nobles presentaban quejas por su creación.
Y es que la aplicación de la Santa Hermandad afectaba directamente y de forma contraria a la jurisdicción de las poblaciones y de los señores de la tierra. Los concejos fueron investidos de autoridad para combatir la delincuencia, y ello iba en detrimento directo de los intereses de los nobles, que se veían sometidos a la misma ley que el común de los mortales, y la Corona no dudó en llevar al cadalso a quienes pretendían comprar al tribunal con donativos. Fue tan manifiesta su actuación que Fadrique Enríquez de Velasco, hijo del Almirante de Castilla, primo hermano de Fernando, fue condenado a destierro como castigo por sus desmanes.
Los señores de la tierra no asumieron de buen grado la nueva situación, pero debieron renunciar a los derechos señoriales en beneficio de la Corona, que designaba al brazo popular como responsable de nombrar los dos Alcaldes de Hermandad que debía tener cada villa, ciudad, lugar o partido. Así, el 29 de mayo de 1476, los representantes de la nobleza se manifestaron violentamente contra la propuesta, pero la determinación
de los Reyes y la ejemplar actuación de Quintanilla recondujo la situación a que la nobleza acabase redactando las Ordenanzas bajo la dirección del propio Quintanilla.
Rápidamente, extendió su actuación por Álava y posteriormente también por Aragón. Todas las ciudades, villas y lugares estaban obligadas a tener gente a caballo para el servicio de la Hermandad. Un verdadero ejército que se compondría atendiendo el nivel de población: un jinete por cada 100 vecinos y un hombre de armas por cada 150, atendiendo el hecho de que, si alguna población no cumplía con lo establecido, se vería obligada a suministrar el doble de lo marcado.
La financiación sería atendida por un impuesto denominado “sisa” que se aplicaba sobre todas las mercancías excepción hecha de la carne, y el importe total de la misma sería el que fuese demandado por las necesidades generadas por los 2.000 soldados de a caballo, que se dividirían en ocho capitanías, lo que permitió garantizar la tranquilidad pública al tiempo que marcaba el punto de salida para la creación de un ejército permanente, algo que no había existido hasta el momento, pero que parece estar presente en el espíritu de la obra si consideramos que Alonso de Aragón, primer Duque de Vistahermosa, hermano bastardo del rey Fernando, fue nombrado Capitán general de la misma.
Los servicios se llevarían a efecto en unidades compuestas por cuatro soldados, circunstancia que acabaría señalando el nombre con que serían conocidos: cuadrilleros. Y su uniformidad se completaba con unas mangas de color verde, circunstancia que acabaría teniendo reflejo en el refranero español, con la expresión “¡¡A buenas horas, mangas verdes!!”, refiriendo a la tardanza que ocasionalmente pudiese tener la intervención de los cuadrilleros.
La versatilidad del cuerpo permitió que, además de atender la seguridad especialmente en descampado, en l492, dentro del plan de movilización general, llegase a conformar un auténtico ejército que englobaría hasta veinte mil hombres encuadrados en cuerpos de infantería y de artillería, y todo ello, además, representó llevar a efecto el primer censo de población realizado en España, el conocido como “censo de Quintanilla”.
No cabe duda que la acción de Quintanilla fue benéfica en todos los aspectos en los que intervino, siendo que la organización de la Santa Hermandad reportó una rápida pacificación de los nobles levantiscos y un exitoso tratamiento de la seguridad pública, y siendo que, además, fue el soporte necesario para que la Corona apoyase decididamente el proyecto de Cristóbal Colón.
La extinción de la Hermandad en 1834 fue precedida diez años antes por la creación de la policía, y en 1844 fue seguida por la creación de la Guardia Civil.
Cesáreo Jarabo
BIBLIOGRAFÍA:
Fuertes Arias, Rafael. Alfonso de Quintanilla, Contador Mayor de los RR.CC. En Internet https://bdh-rd.bne.es/viewer.vm?id=0000045633&page=1 Visita 31-5-.2024