La historia de Fernando, rey de León y Castilla, se podría compendiar en una sola palabra; triunfo. Su primo carnal san Luis IX de Francia, bien pudiera considerarse el reverso de la moneda, acuñado, en este caso, por la desventura y el fracaso. Los dos parientes fueron elevados a la santidad, por opuestos caminos. Así el rey castellano leonés triunfó en tantas empresas emprendió, fuesen de carácter interior o exterior. No solamente unificó los dichos reinos, sino que reconquistó casi toda Andalucía y Murcia. Los asedios de Córdoba, Jaén o Sevilla llevaron no solamente a su conquista sino a convertir en su vasallo al rey moro de Granada.
Su gran reinado contempló el inicio de la construcción de la catedral de Burgos, la de Toledo y posiblemente la de León. Su administración de justicia fue ejemplar, tolerante con los judíos e inflexible con los apóstatas y falsos conversos. Fue el impulsor de la marina de guerra castellana, al tiempo que protegía a la Ordenes mendicantes de franciscanos y dominicos recién surgidas. La preocupación por el estado anímico y espiritual de sus soldados le valió su total aprecio. Atento a todos los campos de gobierno, dispuso la codificación del derecho e implantó el castellano como lengua oficial de leyes y documentos públicos, apartando al latín.
Seguramente la labor cultural de su hijo Alfonso X, en sus ámbitos legislativo, literario y hasta musical, bien pudiera entenderse como secuela de la iniciada por su progenitor. Instituyó el embrión de los futuros Consejos de reino, nombrando a hombres doctos y prudentes, olvidándose de los validos. Su preocupación alcanzaba hasta apoyar, con atenciones y ordenamientos especiales, a los repobladores o colonizadores de los territorios conquistados. En la cima de su autoridad y prestigio jamás dejó de escuchar los consejos de su madre, la excepcional doña Berenguela, sin cuya sabia política seguramente no habría alcanzado su trono en forma unificadora. Fue un tierno y cabal hijo para una extraordinaria madre, reflejándose todo ello en los diplomas y documentos oficiales surgidos de su mandato. Los señores levantiscos, como siempre existentes, se toparon con la benignidad del monarca cuando, acalladas sus rebeldías, se sometían, siendo honrados con largueza cuando sus campañas. Su atención especial a la vida y culto monástico tenía su contrapartida, exigiendo la debida cooperación económica de eclesiásticos y señores feudales. La vida municipal fue robustecida, reduciendo las contribuciones económicas, necesarias para la guerra, a las necesidades reales. Su fama de santidad se fue ganando ante sus hijos, nobles, eclesiásticos y pueblo llano, dando ejemplo de vida pura y sacrificio personal. No es aventurado ni impertinente aludir a que Fernando fue un seglar, un hombre de su tiempo que alcanzó la santidad desde el mismo ejercicio de su oficio, el de rey.
Un seglar que se casó dos veces, siendo progenitor de trece hijos. De su primer matrimonio con la princesa alemana Beatriz de Suabia, mujer optima, pulchra, sapiens et púdica, nieta del emperador Barbarroja, fueron siete varones y una hija los habidos. Fallecida Beatriz vuelve a casarse con la francesa Juana de Ponthieu, de la cual tuvo otros cinco hijos. En ambos matrimonios se ve la mano de su madre Berenguela, preocupada por la vida licenciosa en la corte, peligrosa para un buen mozo de veinte años como tenía cuando su primer matrimonio, y la conveniencia de un segundo, acudiendo a la ayuda de la madre de san Luis, Blanca de Castilla, para la elección de Juana. Y es que, Fernando era un verdadero deportista, jinete elegante, diestro con los juegos de caballo, buen cazador, jugador a las damas y al ajedrez y, también, amante de los juegos de salón. Gustaba de la música y no era mal cantor. Llamativo todo ello en un rey guerrero, conquistador, juntamente con asceta y santo. Amigo de trovadores, se le atribuyen algunas cántigas, especialmente a la Virgen María.
Las crónicas mencionan una conducta con un trasfondo psicológico estimable y plausible; cuando se hallaba en los caminos, cabalgando, topándose con gente de a pie, se desviaba el monarca a fin de que el polvo del camino no molestase ni a los hombres ni a las monturas. Contemplar como el séquito real se adentraba en el campo, trotando entre el barbecho, debía llenar de satisfacción a sus súbditos, admirados con la gentileza de un caballero elegante y pleno de caridad.
Las anécdotas, los relatos y avatares que adornaron a nuestro santo merecerían de un tratamiento extenso y detallado, ajeno al alcance de estas páginas. Solamente tres facetas más. Fue un caudillo intrépido, constante y astuto. Preparaba sus asedios, sus «cabalgadas de castigo» con fuerzas intrépidas y veloces. Sus estudios organizados de sus grandes campañas le granjeaban los triunfos y conquistas habidas. El gobierno de sus fuerzas se sustentaba en la persuasión, su ejemplo y los beneficios de las conquistas. Una segunda faceta, menos conocida, fue su conducta como gobernante. Relaciones con la Santa Sede, jerarquía eclesiástica, nobleza, las recién creadas universidades, la administración de justicia, su entendimiento con los otros monarcas de la cristiandad, el ordenamiento de los territorios conquistados y su colonización, sus construcciones y la protección del arte, convierten a su reinado en ejemplar, parangonable únicamente con el de Isabel la Católica. Y ya solamente resta la tercera y última faceta que nos hemos impuesto; su prudencia, su caballerosidad con los reyes moros. Desde sus inicios practica una política de lealtad, juntamente con la guarda de treguas y pactos con los adversarios vencidos, llegándose a proclamar que, esos adversarios ya derrotados, le abrazaban en secreto. Quizás el mejor elogio sea el de su hijo Alfonso X, cuando ante el ejemplo moral de un diligente soberano que adornaba su gobierno desde la oración, fue un hombre que «no conoció el vicio ni el ocio».
Acabamos. Menéndez Pelayo nos ha dejado descrito el conmovedor momento de su fallecimiento. «El tránsito de san Fernando oscureció y dejó pequeñas todas las grandezas de su vida». Sobre un montón de cenizas, con una soga al cuello, pidiendo perdón a todos los presentes, dando sabios consejos a su hijo y sus deudos, con la candela encendida en las manos y en éxtasis de dulces palabras. El santo Rey no deseo que le hicieran una estatua yacente, pero en su sepulcro grabaron en castellano, latín, árabe y hebreo el siguiente epitafio; «Aquí yace el rey muy honrado Don Fernando, señor de Castiella é de Toledo, de León, de Galicia, de Sevilla, de Córdoba, de Murcia é de Jaén, el que conquistó toda España, el más leal, é el más verdadero, é el más franco, é el más esforzado, é el más apuesto, é el más granado, é el más sufrido, é el más omildoso, é el que más temía a Dios, é el que más facia a su servicio, é el que quebrantó é destruyó a todos sus enemigos, é el que alzó y ondró a todos sus amigos, é conquistó la Cibdad de Sevilla, que es cabeza de toda España, é pasos hi en el postrimero día de Mayo, en la era de mil et CC el noventa años».
Ojalá san Fernando ilumine a nuestra actual comunidad política trasmitiéndoles sus dotes de gobierno, por el bien de España.
Francisco Gilet.
Bibliografia
González Jiménez, Manuel (2011) [2006]. Fernando III el Santo: el rey que marcó el destino de España (2.ª edición).
Richard, Javier A. (2011). Fernando III: cruzado y santo.
De Mena, José María (1990). Entre la cruz y la espada: San Fernando.