Lope de Vega, en su prólogo a “El Isidro”, se refiere a Jorge Manrique señalando que su obra “merecía estar escrito en letras de oro”. Así, quienes se refieren al Siglo de oro de la literatura española afirman que ningún poema del siglo XV inspiró a tantos compositores como lo hicieron las “Coplas a la muerte de su padre” de Jorge Manrique. Una obra manriqueña que abarca nuestro teatro clásico, cantado o glosado.
Jorge Manrique se supone que nació en el año 1440, bien en Paredes de Nava, Palencia, bien en Segura de la Sierra, Jaén. Ningún documento se conserva en relación con su nacimiento. Las tropas napoleónicas se encargaron de que desaparecieran del registro jienense, junto con la población arrasada. Sea palentino o jienense, lo cierto es que, en 1444, ya fallecida su madre, doña Mencía de Figueroa, su padre, Rodrigo Manrique, conde de Paredes de Nava y hombre poderoso en su tiempo, solicitó dispensa apostólica para volver a casarse dada su condición de caballero de la Orden de Santiago.
Un padre que cuidó con esmero la formación en la infancia de su hijo, buscando una semejanza con su figura y personalidad. Así, Jorge estudió humanidades y las artes propias del militar castellano, dando por sentado que seguiría la senda política y militar de su antigua familia titular como era de algunos títulos importantes en Castilla, el Ducado de Nájera, el Condado de Treviño y el Marquesado de Aguilar de Campoo.
Jorge Manrique se casó con doña Guiomar de Castañeda, la joven hermana de su madrastra, Elvira de Castañeda, por allá 1470, de cuyo enlace nacería dos hijos, Luis y Luisa.
Con 24 años ya participó en el asedio al castillo de Montizón, en Ciudad Real, granjeándose fama como guerrero. Ostentaba un lema sencillo pero diáfano, “Ni miento ni me arrepiento”. Cuando el ascenso al trono de Fernando e Isabel y su posterior enfrentamiento con la Beltraneja, se sumó a las fuerzas de los reyes católicos. En tal contienda civil, como teniente de la reina, participando también su padre Rodrigo, logró que se levantase el asedio a Uclés por las fuerzas del Juan Pacheco y Alfonso Carrillo de Acuña, arzobispo de Toledo. Hacia la primavera de 1479, dentro de tal contienda, en las proximidades del castillo de Garcimuñoz, Cuenca, defendido por el Marqués de Villena, Jorge Manrique fue herido de muerte. Como siempre suele acontecer hay diversas versiones acerca de su fallecimiento. Así, los cronistas coetáneos como Hernández de Pulgar y Alonso de Palencia afirman que murió frente a los muros del castillo. Sin embargo, Jerónimo Zurita asevera que su muerte acaeció con posterioridad, en Santa María del Campo Rus, Cuenca, ya alcanzado su campamento. Aunque, todavia cabe otra versión; Pedro de Baeza, del ejército del Marqués de Villena, escribió que la campaña del susodicho castillo duro cinco meses y que el poeta murió “a la postre de esta”. Según Rades de Andrada entre sus ropas de hallaron dos coplas que comienzan “¡Oh mundo! Pues me matas…”. Lo cierto es que la guerra castellana finalizó en septiembre de 1479, es decir, a los pocos meses del fallecimiento del soldado Jorge Manrique, señor de Belontejo de la Sierra, hoy Villamanrique, comendador del castillo de Montizón, Trece de Santiago, duque de Montalbán y capitán de hombres de armas de Castilla. Todo ello acompañado de una labor como escritor que le convierte en un insigne poeta, el primero del Prenacimiento.
Podría decirse que el idioma castellano, encerrado en la Corte y en los monasterios, con nuestro soldado se expandió por castillos, por palacios y plazas. Sobresale de toda su obra las “Coplas a la muerte de su padre”, en donde el hijo produce un elogio fúnebre del padre, Rodrigo, proclamando al maestre como un modelo de heroísmo, pleno de virtudes humanas y de serenidad ante la muerte. Dicho poema es considerado un clásico en la literatura española de todos sus tiempos, entrando en la consideración de la literatura universal.
Siendo todo ello primordial, es de remarcar que en su poesía amorosa y en la mismas aludidas Coplas, encontramos metáforas de orden guerrero, pudiendo referirnos, dentro de tal pauta, a obras como el “Castillo de amor” o la “Escala de amor”.
«Los motes que los cancioneros han legado como suyos (Ni miento ni me arrepiento, Siempre amar y amor seguir) y otro que glosó (Sin vós, sin Dios, y mí), la cimera que se describe e interpreta como imagen amorosa, sus poemas de ocasión dedicados a anécdotas más o menos insustanciales de la vida social, todo revela la imagen de un aristócrata para quien la poesía no era sino una más de las habilidades necesarias para la vida social, para destacar en el círculo de la Corte, donde se podían alcanzar o mejorar los cargos, las prebendas y los privilegios propios de su clase”. (RAH).
No resulta anormal todo ello, ya que, para los hombres de su condición, en aquella época y tiempos, el amor a la poesía se consideraba que era parte de su forma de ser y conducta. Así su tío Gómez Manrique, tambièn poeta, en la epístola al conde de Benavente que abre su cancionero, justificaba su dedicación a la poesía alegando que “las ciencias no hacen perder el filo a las espadas ni enflaquecen los braços ni los coraçones de los cavalleros; antes tengo yo que la memoria de las honras y glorias de los pasados engendra en aquellos una virtuosa enbidia”.
Concluyendo, Jorge Manrique supo manejar la espada, siguiendo la ancestral tradición de su augusto linaje, al tiempo que cultivar la pluma, de tal modo que las dos artes han impregnado la historia de España.
Francisco Gilet.
Bibliografía
P. Salinas, Jorge Manrique o tradición y originalidad
A. Serrano de Haro, Personalidad y destino de Jorge Manrique,
M. Carrión Gútiez, Bibliografía de Jorge Manrique (1479-1979),