Recientemente se ha hablado, por episodios deportivos, del supuesto racismo imperante en España, alimentado por la Leyenda Negra impulsada por los enemigos de nuestro país. Independientemente de que se produzcan hechos racistas puntuales, España no ha sido tradicionalmente un país racista, y la mejor expresión de ello es la civilización de todo un continente, con cuya población nativa nuestros antepasados, que cruzaron el océano, no tuvieron problemas en mezclar su sangre.
Un ejemplo, entre tantos, que confirman esta realidad es el del conocido como Juan Latino, el primer catedrático de raza negra que ha habido en Europa, y que ejerció en la Universidad de Granada, en el siglo XVI, en pleno Siglo de Oro.
Sobre su origen, hay quien afirma que nació en la localidad cordobesa de Baena, en 1.518, hijo de Luis Fernández de Córdoba, pero la versión más creíble es que fuera un niño etíope (en realidad, con el topónimo de Etiopía se refería entonces a toda el África negra), cristianizado, traído a las costas del Algarve por esclavistas portugueses, quienes lo vendieron al convento de San Francisco, en Sevilla, para pasar posteriormente a manos del Duque de Sessa, de la familia de los Fernández de Córdoba, del linaje del Gran Capitán.
Desde temprana edad y durante su infancia en Baena, mostró sagaz inteligencia, por lo que la familia donde servía le proporcionó una educación, entonces poco habitual entre gente de su estatus. Posteriormente, hacia finales del primer tercio del siglo XVI, los Fernández de Córdoba se trasladan a Granada. Allí ingresó en la Universidad, logrando el título de bachiller, en 1.546. El joven Juan, al no poder acceder al aula, cuando acompañaba al hijo de su señor, al prohibirlo las normas de la época, se quedaba en la puerta escuchando atentamente las clases. Admirado el profesor, pidió al Duque que le concediera permiso para asistir a las clases, a lo que accedió gustosamente.
Fue en esa época cuando conoció a la bella y noble dama Ana de Carleval, de raza blanca, con la que contrajo matrimonio. Enlace del que nacería su hija Juana. El Duque de Sessa le concedió la manumisión, es decir, la libertad, y le otorgó una generosa dote. Juan ya se dedicaba a la docencia, pero dio un salto adelante, cuando obtuvo la cátedra de Gramática, en el estudio catedralicio creado por el arzobispo Pedro Guerrero, en 1.556. En ese año, obtuvo también la licenciatura y el doctorado en Artes.
Desde la ciudad de Granada, fue testigo del levantamiento morisco de las Alpujarras. Cuando el hermanastro del rey Felipe II, Juan de Austria, llega para reprimir la rebelión, Juan Latino se convierte en su consejero. De hecho, tras la victoria de Lepanto, le dedicará a Juan de Austria su popular obra “Austriada Cármine”.
Entabló amistad con relevantes personalidades, integrándose en el grupo humanista conocido como “Poética Silva”, y del que formaban parte figuras como las de los poetas Hernando de Acuña, Hurtado de Mendoza o Gregorio Silvestre.
Hasta tal punto llegó su prestigio, que cuando Felipe II quiso trasladar los restos de los Reyes Católicos a El Escorial, el cabildo municipal le encomendó a Juan la tarea de convencerlo que los dejara reposar en su emplazamiento original, la catedral de Granada, consiguiendo su objetivo. Hasta el mismo Miguel de Cervantes, le cita elogiosamente en el prólogo de su obra más universal, El Quijote: “Pues al cielo no le plug(o) / que salieses tan ladí(no) / como el negro Juan Latí(no)”.
Nuestro protagonista destaco también como traductor y comentarista de clásicos grecolatinos, y como el primer negro que publicó un libro en Europa. Se trata de sus epigramas, editados por el maestro impresor Hugo de Mena, entre 1.571 y 1.574. Posteriormente compondría otras obras como son “De translatione corporum regalium” (1576) o “Ad Excellentissimum et Invictissimum D. Gonzalum Ferdinandez a Corduba” (1585).
Juan Latino falleció entre 1.594 y 1.597, culminando una gran obra y una vida de superación y de profundo amor a la España que le acogió.
Jesús Caraballo