María del Rosario Fernández, la «Tirana», nació en Sevilla en 1755, sin que sea posible precisar la fecha exacta. Hija de Juan Fernández Rebolledo y Antonia Ramos, debe su sobrenombre a haberse casado con el actor Francisco Castellano, apodado El Tirano dadas las numerosas ocasiones en que interpretó papeles de tal carácter. La Tirana inició sus primeros estudios en el colegio de Declamación que había fundado en Sevilla el intelectual Pablo de Olavide. Por aquellos tiempos comenzaba a huirse del estilo barroco para implantar un teatro neoclásico. Dada su preparación como actriz, logró en 1773 ingresar en la Compañía de los Reales Teatros de los Sitios de Madrid, debutando con dieciocho años con la compañía de José Clavijo y Fajardo, seguramente en el teatro de la Granja de san Ildefonso.
Con la caída del conde de Aranda como Secretario de Carlos III, las representaciones en los Teatros Reales fueron espaciándose, hasta la supresión completa mediante Decreto en 1777del ministro Conde de Floridablanca sucesor del de Aranda.
La ya conocida como La Tirana por su dicho matrimonio, se vio inmersa en la misma disyuntiva que los restantes actores y actrices de dicho siglo, María Bermejo o el renombrado Isidoro Maíquez, contemplando la división del público teatral en partidarios o detractores del arte escénico neoclásico. Con ello inicia el matrimonio la aventura de crear una compañía que, sin rango oficial, va visitando diversas ciudades, principalmente Barcelona. Durante algunos años La Tirana irá agregando a su repertorio más recursos dramáticos, combinando autores barrocos y neoclásicos, junto con los que el público adoraba, como Calderón y Rojas Zorrilla. En 1780, regresa a Madrid para ingresar en la compañía del autor Juan Ponce. También le estaba esperando desde hacía meses el cargo de “sobresaliente de versos”. Sin embargo, los miles de reales ofrecidos no le parecieron suficientes a La Tirana, exigiendo más emolumentos y mejoras artísticas que Ponce no podía aceptar. Con tal decisión quedaba libre para cumplir su gran deseo, ser contratada por la compañía de Manuel Martínez para el teatro de El Príncipe, con partido e intereses de dama y caudal reservados. Es el gran momento de Maria del Rosario, que recibe la alabanza socarrona en verso del mismísimo Leandro Fernandez de Moratín;
«…un estilo fantástico, expresivo, rápido y armonioso, con el cual obligó al auditorio a que muchas veces aplaudiese lo que no es posible entender».
Su capacidad interpretativa le permitía representar tanto a clásicos como Andrómaca, de Racine o Hipermenestra, de Lemierre, o la tragedia Talestris, reina de Egipto, de Metastasio, como “El pintor de su honra” y “Fuego de Dios en el querer bien” de Calderón de la Barca, o “El mejor alcalde, el Rey” de Lope de Vega. Su esposo, haciendo honor a su mote, en duro trance y discusión como receptor de una petición de un divorcio imposible en ese tiempo, la abandonó, negándose a facilitarle las joyas precisas para sus salidas a escena. A la esposa abandonada no le preocupó en absoluto; la mismísima Maria Teresa Cayetana de Silva, duquesa de Alba, le facilitaba los trajes, joyas y aderezos que le eran precisos para sus salidas a escena.
Su fama la eleva hasta el punto de ser objeto del pincel de Goya. En 1794 el pintor de Fuendetodos la inmortaliza, no muy favorecida según opiniones, caracterizándola como la reina Gelmira de la tragedia del autor Belloy. En 1799 Goya hará otro cuadro muy similar de la Duquesa de Alba, vestida de maja y en actitud parecida a la de La Tirana, motivando serias quejas de los sectores gubernamentales. Sin embargo, La Tirana permanece completamente indiferente a todas las maledicencias, puesto que, ni su contrincante, la bella y joven actriz, La Caramba, había logrado, empero su gran capacidad como tonadillera y ocupada vida amorosa, un honor como el conseguido con la pintura que hoy se conserva en el Museo de la Academia de Bellas Artes de Madrid. La Tirana pasará a los anales del teatro como una gran trágica, quien pese a las crónicas que satirizaban su tono “enfático y ampuloso” consiguió algo muy difícil en el complejo gusto teatral del siglo XVIII: combinar la tendencia española gesticulante y gritona con la francesa, solemne y pausada.
En 1797, solicitó la jubilación, aquejada de una enfermedad del pecho, siéndole concedida junto con una plaza de cobradora de lunetas del teatro de El príncipe, es decir, cobradora de los asientos de las primeras filas de lo que hoy se conoce como patio de butacas. Falleció en su casa de la calle del Amor de Dios, en Madrid, el día 29 de diciembre de 1803, con 48 años. Ninguno de sus cuatros hijos la había sobrevivido, fallecidos todos con anterioridad.
Podría decirse que tenía una belleza especial, fuerte y dulce al mismo tiempo, aunque denotaba una nobleza espiritual que le permitió sobresalir por encima de la atmósfera de un pueblo todavía a la espera de la Ilustración. En la actualidad, desde la distancia histórica no cabe duda de que La Tirana puede considerarse un mito del teatro de su siglo, al mismo tiempo que una mujer tan luchadora y adornada de tal firmeza que mereció la atención del mismísimo Francisco de Goya y Lucientes en 1792 y 1794.
Francisco Gilet