Durante la época de Alfonso II el Casto, Rey de Asturias, considerado el primer peregrino a Compostela para conocer la tumba del Apóstol Santiago, se produjo un hecho significante en la zona de la Marca Hispánica. Esta zona comprendía desde Vasconia, toda la zona sur de los Pirineos y llegaba hasta la actual Gerona. Servía de frontera natural entre los dominios de Carlomagno y Al-Ándalus. La Marca comenzó en el año 778 (año de la derrota de las huestes carolingias en Roncesvalles) cuando los francos tomaron la zona sur y se consolidó en el año 801 momento de la caída de Barcelona.
La época era muy convulsa para la zona que tratamos, pocos años antes el tío de Al-Hakam, Abdalah, al que luego se le conocería como “el Valenciano”, fue a Aquisgrán para proponer a Carlomagno la conquista de la comarca comprendida entre Gerona y el Ebro. Alfonso II el Casto propuso al emperador su ayuda para cualquier incursión ultrapirenaica y por último el musulmán Zado, gobernador moro de Barcelona, se presentó en Aquisgrán para ofrecer la rendición de la ciudad. Carlomagno receloso de estos ofrecimientos decidió convocar un consejo celebrado en Tolosa (798) por su hijo Ludovico Pío, donde se decidió hacer una campaña por tierras hispánicas.
El relato más conocido sobre la epopeya en la que Ludovico Pío recupera Barcelona para la cristiandad es el conocido poema “In honoren Hludowici” de Ermoldo el Negro, terminado después del año 826. El relato cuenta como Ludovico Pío pide consejo a los grandes del reino para saber hacia donde tienen que marchar. Lupo Sancho que reinaba sobre los vascos y era consejero de Carlomagno “por ser superior a todos los suyos en ciencia y religión”, aconseja que siga la paz y la tranquilidad, en un tono muy poco beligerante. A continuación, toma la palabra Guillermo de Tolosa, el cual, después de besar los pies al rey, le dice que la ciudad es siniestra, que si se apodera de ella el reino gozará de paz y tranquilidad y que él se ofrece a ser el guía en la batalla. El rey se levanta y sonríe, le saluda afectuosamente y le dice:
“Gracias en mi nombre y en el de mi padre Carlos (…) lo que tú has dicho hacía ya tiempo que lo abrigaba mi pecho. Acepto tu consejo y tus votos tal como los has formulado (…) debo decirte, escúchame atentamente: Si Dios me da salud, como si espero, y me es propicio en mi expedición, oh feroz Barcelona, (…), yo conquistaré tus murallas”.
Los francos comandados por su emperador reúnen a un gran ejército. El primero que llegó fue el rey y tras él Heripreth, Lihuthard, Bigón, Bero, Sancho, Libulfo, Hilthibert, Hisimbard y otros tantos. Como baluarte estaba Guillermo de Tolosa mandando a los ejércitos formados por francos, vascos, godos y aquitanos. Al día siguiente el rey reúne a sus capitanes y les informa que van a enfrentarse a un pueblo que deshonra a Dios, pero que si se bautizase podrían hacer la paz con él, pero como cree que esto no será posible ya que, es un pueblo execrable que rechaza la fe que se le viene a ofrecer Dios le permitirá someterlo a su yugo.
El ejército cristiano ya se encuentra en las inmediaciones de la ciudad. A Zado, el jefe moro de Barcelona, se le informa que el que ataca es el rey Ludovico, “el hijo del ilustre Carlos”. Los francos comienzan el ataque con determinación. Un moro desde una muralla les espeta con desprecio diciendo: ¿qué habéis venido a hacer aquí? Apartaos de nuestra vista. Marchad y dejadnos en paz”. Hilthiberth no duda en la respuesta más adecuada, saca su arco y le lanza una flecha que se clava en la cabeza del moro; su cuerpo cae desde lo alto de la muralla. Los francos iban avanzando, pero de forma muy lenta, el hábil Zado había prohibido a sus soldados que saliesen de la muralla para evitar el enfrentamiento directo. Después de más de veinte días sin avance, el rey reúne a sus capitanes y les dice que la ciudad, al no querer rendirse en la batalla, se rendirá de hambre. Los moros que oyen lo que los cristianos están tramando, se ríen diciéndoles que dentro de la muralla tienen de todo; es más les dicen que antes morirán ellos de hambre. Guillermo tremendamente enojado por la desfachatez de los moros, les dice que miren bien a su caballo, que si hace falta se lo comerán, pero que conseguirán hacerles rendirse por hambre.
Ante tal determinación, Zado, se desespera, cree lo que ha dicho Guillermo, ¡serán capaces de comerse a sus caballos!, la desesperación puede con él. Les dice a sus soldados que no descuiden la guardia, que la única opción es que Córdoba les mande refuerzos, pero para eso hay que cruzar la muralla y trasvasar la línea enemiga sin ser visto. Decide que lo hará él mismo y les prohíbe salir de la ciudad bajo ningún concepto. Zado aprovecha la noche para el intento de su misión, se conduce de forma sigilosa y silenciosa hasta que el caballo relincha, los centinelas dan la voz de alarma y lo apresan. Es llevado ante al rey y cuando se hace de día es presentado ante las murallas con la orden de decir a su pueblo que abra las puertas. Éste lo hace, pero al mismo tiempo con su mano les envía una seña, que entienden, para que sigan en su posición sin rendirse. Guillermo lo ve y se da cuenta de la argucia de Zado, pero decide perdonarle la vida por respeto a su rey.
Ermoldo en su relato nos dice que ya habían pasado dos meses desde el inicio de la contienda, las catapultas no cesaban en el lanzamiento de piedras contra la muralla, las flechas caían de forma continuada, ¡hasta el mismo rey lanzaba dardos! El pueblo moro comienza a decaer, han perdido a su gobernador, sus mejores soldados han caído en la defensa de la ciudad y los medios que disponen para continuar la resistencia son cada vez más exiguos. De esta manera la ciudad se rinde y los francos imponen su voluntad. Al día siguiente el rey entra en la ciudad y obliga purificar todos los templos. Nombra a Bero al mando de la misma y se vuelve victorioso a su tierra.
El rey Ludovico manda preparar un cuantioso botín para enviar a su padre Carlomagno, aunque el botín más preciado es la figura de Zado, que también acompaña a la comitiva. De esta forma acaba el relato del cerco, asedio y conquista de la ciudad de Barcelona, hecho que marcó la expulsión del poder musulmán sobre ella en la primavera del año 801.
José Carlos Sacristán