En 1981 un obrero llamado Francisco Bautista encontró un lingote de oro. Lo vislumbró mientras excavaba, a casi cinco metros de profundidad, durante la construcción de la Banca Central, en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Lo entregó a los arqueólogos del INAH, sin saber que acababa de encontrar un tejo dorado que había estado hundido en el subsuelo capitalino desde el 30 de junio de 1520: el día de la Noche Triste. Una noche de la cual este mes y este año se cumplirá el quinto centenario.
Hernán Cortés había dejado a Pedro de Alvarado a cargo de unos ochenta soldados con la misión especial de salvaguardar al rey Moctezuma II. Un rehén absolutamente preciado para los objetivos del conquistador. Este se había visto precisado a salir en busca de Pánfilo de Narváez, comisionado por el Gobernador Velázquez para apresarle. La situación en la cual dejó a los españoles era sumamente peligrosa. Alvarado, temeroso por las noticias que recibía de sus aliados tlaxcaltecas y totonacas en cuanto a las intenciones de su anfitriones, los aztecas, decidió lo que en el “hijo del sol” era habitual, atacar. La orden de acabar con lo señores aztecas se cumplió tanto por parte española como por parte de sus indígenas aliados. Nos hallamos ante la matanza del Templo Mayor, acaecida el 22 de mayo de 1520. El horror de la matanza se intensificó, eliminando los aliados tlaxcaltecas y totonacas a decenas de mujeres y niños llevados por su inextinguible y visceral odio al imperio mexica.
Obviamente esa matanza no tranquilizó a los mexicas, sino que incentivó todavía más las ansias de rebelión. Regresado Cortés, en un intento de calmar los ánimos, hizo que Moctezuma II se asomase a la balconada de palacio para apaciguar a sus súbditos. Sin embargo, tal aparición no solamente no sofocó el clamor popular, sino que provocó un violento tumulto, excitado el pueblo con lo que suponía una complicidad de su emperador con los conquistadores españoles. El lanzamiento de piedras, flechas y demás objetos contundentes de forma certera, provocó que alguno de ellos hiriese mortalmente al emperador, fallecido al poco tiempo. Cortés intuyó, inmediatamente, las funestas consecuencias que tal hecho iba a acarrear para sus tropas.
El sucesor de Moctezuma que eligieron los señores y sacerdotes fue su hermano, Cuitláhuac, de carácter más belicoso, designado como su gobernante y caudillo de guerra. Este desplegó una gran actividad para alistar tropas, buscar alianza con algunos pueblos cercanos al lago y con los tarascos. Su objetivo era derrotar a los conquistadores españoles, sin embargo, la viruela acabó pronto con él.
Los enfrentamientos y escaramuzas entre mexicas y españoles se prologaron durante una semana. Estos se hallaban encerrados y cercados en el palacio de Axayácatl y sus alrededores, casi sin alimentos y debilitándose por momentos. Ante tal situación, el 30 de junio del dicho 1520, adoptaron la decisión de huir a medianoche. En absoluto silencio, cuidando del relincho de los caballos, se encaminaron por un puente de canoas en dirección a la actual Tacuba. Al llegar al canal de los toltecas, según parece, una anciana mexica, al ir a buscar agua, los descubrió, avisando inmediatamente a los guerreros aztecas. En un instante la laguna que rodeaba Tenochtitlan, México, se llenó de canoas cargadas de nativos, con lanzas y flechas, mientras desde la retaguardia, en las azoteas, miles de indígenas atacaban a los soldados españoles, al tiempo que otros mexicas cortaban los puentes a tierra firme, hechos de canoas amarradas unas con otras.
La situación de los españoles era de suma dificultad. Una batalla nocturna, sobre una calzada estrecha serpenteando entre el agua, con miles de enemigos atacando a unos soldados cargados con armadura, con todo cuanto de valor habían conseguido atrapar, no puede decirse que posibilitase una defensa efectiva y eficaz. El mismo Pedro de Alvarado, tuvo que ser salvado por Martín de Gamboa, al subirlo a la grupa de su caballo yendo provisto únicamente de una armadura de algodón y su espada toledana. Hombres, caballos, se hundieron y ahogaron, al mismo tiempo que la artillería, los lingotes y piezas de oro y plata y, según cuentan las crónicas, el noventa por cien del saqueo del tesoro de Moctezuma desapareció en las acequias y pozas. Así, mientras más de mil tlaxcaletecas aliados de los españoles fueron masacrados y unos seiscientos soldados españoles, la mitad de la tropa de Cortés, murieron o fueron heridos. Y para rematar, durante los actos de homenaje por el ascenso del nuevo emperador los españoles e indígenas, capturados como prisioneros, fueron sacrificados.
Las crónicas del tiempo hablan de la tristeza y pesadumbre de Cortés ante los acontecimientos sufridos y las muertes padecidas. La leyenda nos refiere un hombre aovillado debajo de un gran ahuehete, todavia conservado, ensombrecido el semblante lloroso. Bernal Díaz del Castillo, en su “Historia verdadera de la conquista de la Nueva España” que hemos mencionado en otras ocasiones, nos cuenta:
“…que como Cortés y los demás capitanes le encontraron y vieron que no venían más soldados, se le saltaron las lágrimas de los ojos y dijo Pedro de Alvarado, que Juan Velázquez de León quedó muerto…
…y mirábamos toda la ciudad y las puentes y calzadas por donde salimos huyendo; y en ese instante suspiró Cortés con una gran tristeza, muy mayor a la que antes traía, y por los hombres que le mataron antes…
…. Acuérdome que entonces le dijo un soldado que se decía el bachiller Alonso Pérez (que después de ganada la Nueva España fue fiscal y vecino en México): «Señor capitán, no esté vuestra merced tan triste, que en las guerras estas cosas suelen acaecer»..y Cortés le dijo que ya veía cuántas veces había enviado a México a rogarles con la paz; y que la tristeza no la tenía por una sola cosa, sino en pensar en los grandes trabajos en que nos habíamos de ver hasta tornarla a señorear”.
Francisco López de Gómara en su Historia general de las Indias, se lamenta:
“ Quién dice más, quién menos; pero esto es lo más cierto.
Si esta cosa fuera de día, por ventura no murieran tantos ni hubiera tanto ruido; mas, como pasó de noche oscura y con niebla, fue de muchos gritos, llanto, alaridos y espanto, que los indios, como vencedores, voceaban victoria, invocaban sus dioses, ultrajaban los caídos y mataban los que en pie se defendían. Los nuestros, como vencidos, maldecían su desastrada suerte, la hora y quién allí los trajo. Unos llamaban a Dios, otros a santa María, otros decían: «Ayuda, ayuda; que me ahogo». No sabría decir si murieron tantos en agua como en tierra, por querer echarse a nado o saltar las quebradas y ojos de la calzada, y porque los arrojaban a ella los indios, no pudiendo apear con ellos de otra manera; y dicen que en cayendo el español en agua, eran con él el indio, y como nadan bien, los llevaban a las barcas y donde querían, o lo desbarrigaban …”
Los supervivientes, con Cortés a la cabeza, marcharon hacia Otumba. Siguieron por el oriente del Valle de México para masacrar al pueblo de Calacoayan y posteriormente confrontarse de nuevo con los guerreros mexica en la nombrada batalla de Otumba, en la cual cayó el jefe mexica. Tuvo que trascurrir más de un año para conquistar Tenochtitlan, la ciudad de México. No fue hasta el 12 de agosto de 1521, cuando el entonces jefe mexica Cuauhtemoc, después de semanas de lucha, casa por casa, se rindió al conquistador Cortés.
Francisco Gilet.
López de Gómara, Francisco (1552) | (2006) «Historia de la Conquista de México» Vázquez Chamorro, Germán (2003) «La conquista de Tenochtitlan