En el momento de convocarse el Concilio por el papa Paulo III, la Iglesia sufría ya una escisión en buena parte de Europa presentada como Reforma. Hemos de decir que el movimiento suscitado por Lutero fue una revolución más que una reforma. Aun así, el intento de restauración de la iglesia católica recibió el nombre de Contra-reforma. El principal promotor del concilio fue Carlos I que albergaba la esperanza de recomponer la unidad religiosa en el Imperio, por medio de una solución consensuada entre los súbditos de Roma y los seguidores de Lutero.
Desde el siglo XV se venía pidiendo el deseo de convocar un concilio general que pusiera en marcha la ansiada reforma eclesial. Esta necesidad se hizo imperiosa desde que el V Concilio de Letrán no supo dar respuesta a esta a dicha petición.
Martín Lutero, a su modo de ver, pretendió realizar su conocida Reforma con la intención de devolver a la Iglesia el estado que tuvo en sus orígenes, despojándola de todo lo mundano, en lo que incluía al papa y a la curia romana. Pidió un concilio “general, libre, cristiano y celebrado en tierra germana”, se pretendía un concilio general, es decir al que asistieran no solo obispos y clérigos, sino también laicos y, especialmente los príncipes y señores seculares en representación de todo el pueblo cristiano.
En la Dieta de Worms (1521), quedó evidenciado que el problema no se quedaba en lo meramente religioso, sino que transcendía a lo político y por lo tanto ponía en peligro la unidad de Imperio español. Los propios príncipes alemanes animaban a Lutero, ya que, de acuerdo con sus enseñanzas, la organización eclesiástica quedaba sujeta a la autoridad civil, al mismo tiempo que cesaba su obligación de enviar derechos y aranceles a la curia romana.
Por estos motivos el papa Paulo III se convenció de la necesidad de convocar un concilio, como venía pidiendo de forma reiterada Carlos V. Tras varios intentos fallidos para iniciar el concilio, al fin se acordó celebrarlo en la ciudad de Trento, y con la previa Paz de Crepy (1544) que firmaron Carlos I y Francisco I de Francia. Finalmente, el concilio se inauguró el 13 de diciembre de 1545, estuvieron convocados todos los cardenales y obispos de la Iglesia Católica, así como los abades y superiores mayores de las órdenes religiosas. El concilio nunca tuvo un número alto de prelados, por cuestiones de orden político. Carlos V mandó acudir al concilio a un número de obispos partidarios de sus postulados, en cambio Francisco I impidió la asistencia de los obispos franceses. Participaron obispos de Inglaterra, Polonia y Portugal, ninguno de América, a pesar del intento del obispo de Cuzco. La gran mayoría fueron obispos italianos.
Las tres primeras sesiones conciliares se dedicaron a determinar el funcionamiento del concilio. Para las votaciones se recuperó el sistema primitivo per capita, no el voto por naciones ejercido en los concilios anteriores. Todos los padres conciliares tenían voto, además fueron llamados los principales teólogos del momento que contribuyeron de forma decisiva. Destacaron los teólogos jesuitas (Salmerón, Laínez y san Pedro Canisio) y dominicos (Bartolomé Carranza, Melchor Cano, Domingo Soto, Ambrosio Catarino) casi todos españoles.
Carlos V pretendía que el concilio fuese eminentemente práctico para proceder a la reforma de la Iglesia, mientras que Paulo III quiso dar prioridad a los asuntos dogmáticos. Llegaron a un acuerdo para que ambos temas se tratasen de forma simultánea, mediante los decretos disciplinares y decretos dogmáticos. Se acordó tratar los asuntos dogmáticos impugnados por los protestantes con el fin de exponer claramente la doctrina católica. Se decidió no inclinarse por ninguna postura con el fin de respetar la diversidad de opiniones teológicas legítimas. No se condenaría ningún autor católico ni se mencionaría a Lutero ni al resto de autores protestantes.
En febrero de 1547 se declara la peste en Trento, por lo que se decidió trasladar el concilio a Bolonia. Carlos V creyó que la salida de Trento fue una excusa y que alejarse de Alemania sería perjudicial para resolver el problema luterano. Las posturas del emperador y el papa se fueron alejando, de esta manera y un mes antes de morir, Paulo III decidió suspender de forma indefinida el concilio. Este fue el primer periodo conciliar en el que nunca hubo más de 70 obispos, siendo la mayoría de Italia seguido de España. En cualquier caso, la mayor influencia la ejercieron los padres y teólogos españoles.
El 7 de febrero de 1550 es elegido papa Julio III, aunque el emperador le puso veto, al final cedió por ser el candidato de italianos y franceses. Con el tiempo encontró en él a un aliado. Por acuerdo entre el papa y el emperador el concilio se reanuda en Trento. Durante este nuevo período los españoles Diego Laínez y Melchor Cano desempeñaron un papel esencial en la preparación de la sesión que se dedicó a los sacramentos de la Penitencia y la Unción.
En esta situación se encontraba el concilio cuando llegan los delegados protestantes, que nada más llegar comenzaron a entorpecer la marcha de los trabajos conciliares. El 24 de enero de 1552 se les recibió oficialmente. Julio III ordenó indicar a los protestantes que no se revisaría lo ya hecho y exigió que todos reconocieran la superioridad del papa sobre el concilio.
La tensión política iba creciendo, mientras la liga protestante de Esmalcalda, apoyada por Enrique II de Francia y gracias a la traición de Mauricio de Sajonia, estuvo a punto de capturar al emperador en Innsbruck. La consecuencia fue que el papa suspendió el concilio por dos años.
Al ser elegido papa Paulo IV, aun estando el concilio suspendido, demostró un nepotismo desaforado a la vez que un, nada disimulado, odio a España, lo que le llevó a estar en conflicto permanente con Carlos V. Durante su pontificado se suscitó, especialmente con España, un grave problema por la aplicación de los decretos tridentinos. No se habían ratificado por el papa, sin embargo, muchos obispos españoles decidieron aplicarlos en sus diócesis, respaldados por el monarca.
Tras la muerte de Paulo IV fue decisivo elegir a un monarca que fuese partidario de reanudar el concilio, para no dar por perdido el trabajo que se había realizado en las sesiones anteriores. Al fin es elegido Pio IV que nada más serlo manifestó su deseo de restablecer las buenas relaciones con el rey de España. Quiso acabar con el escandaloso nepotismo de su antecesor, si bien nombró cardenal secretario de estado a su joven sobrino Carlos Borromeo. Por esta vez, el nombramiento si fue acertado. Precisamente fue Carlos Borromeo el que más urgió a Pío IV a reanudar las sesiones del concilio inconcluso.
Ni el emperador Fernando de Austria, ni Carlos IX de Francia se mostraban a favor del concilio. Sólo Felipe II se mostró firmemente a favor de reanudarlo. La sesión inaugural de la nueva etapa fue el 18 de enero de 1562, asistieron 110 padres conciliares, ninguno alemán. Rápidamente quedó claro que la principal fuerza sería la de los obispos españoles apoyados por los italianos.
A partir del otoño de 1562 el concilio entró en un momento de grave crisis doctrinal a raíz de la discusión sobre el sacramento del Orden, especialmente sobre el episcopado. El arzobispo de Granada Pedro Guerrero planteó la cuestión, apoyado por los otros prelados españoles: debía quedar claro el origen divino del episcopado. Frente a éste, el obispo de Rossano, apoyado por los legados papales y los obispos italianos, sostenía que esto no se podía aprobar apoyándose en la Tradición.
El general de los jesuitas Diego Laínez consiguió, con su discurso apaciguar los ánimos. Distinguió entre el poder de orden, de origen divino, y poder de jurisdicción, in genere también de origen divino, pero otorgado por el papa a cada obispo. La argumentación impresionó, pero no resolvió el problema.
El 13 de noviembre llegó un grupo con 13 obispos franceses al frente del cual venía el prestigioso cardenal de Lorena, Carlos de Guisa. La discusión sobre el origen divino del episcopado se reavivó. Los padres españoles, portugueses y los imperiales reclamaban aplicar la reforma. Como las discusiones no avanzaban se temió otro aplazamiento del concilio. Por este motivo, el cardenal Lorena viajó a Innsbruck con el fin de convencer al emperador Fernando para que pidiera al papa que firmase la reforma.
En el decreto dogmático de la sesión XXIII se declaró la doctrina sobre el sacramento del Orden. Se evitó una declaración demasiado precisa sobre el episcopado señalando tan solo que los obispos son sucesores de los apóstoles y que son superiores en grado a los presbíteros. El decreto prescribe la residencia del obispo en su diócesis, y para alcanzar la debida formación de los clérigos, disponía que en cada diócesis se erigiera un seminario.
Aunque quedaban muchos temas por tratar, tanto el papa como los padres conciliares, deseaban concluir el concilio. El cardenal Morone, que era el presidente del concilio, pronunció la fórmula de clausura. Pio IV dio su aprobación verbal a los decretos del Concilio de Trento el 30 de diciembre de 1563 y otorgó la aprobación solemne por medio de la bula Benedictus Deus fechada el 30 de junio de 1564.
El Concilio de Trento era ya doctrina y vía de reforma de la Iglesia católica. Los padres y teólogos españoles habían sido en buena medida responsables de ello. En la primera etapa participaron 13, en la segunda 29 y en la tercera 37.
Pero ¿qué significó en realidad el Concilio de Trento? Podríamos decir que puso los cimientos de una verdadera reforma y estableció de forma clara la doctrina católica. Logró clarificar y fijar la doctrina católica sobre muchos puntos importantes para la fe. Intentó recuperar el esplendor original de la Iglesia. Atajó la hemorragia que había producido la herida abierta por Lutero, Calvino y Zwinglio, a lo que poco después se unió el cisma inglés provocado por Enrique VIII. Y aunque no consiguió restablecer la unidad inicial, la Iglesia experimentó un fresco resurgir manifestado en la vida de fieles y pastores, en la abundancia de vocaciones, en la labor misionera, etc.
Los decretos adoptados en el concilio fueron muy bien recibidos por las monarquías europeas. En lo que se refiere a España, Felipe II dio pase a los decretos conciliares y los incluyó en la legislación de sus reinos el 12 de julio de 1564. La labor reformadora se llevó a cabo por la colaboración de los obispos que la aplicaron en sus respectivas diócesis. Entre los frutos más destacables del concilio cabe destacar la creación de seminarios. Desde el decreto tridentino de 15 de julio de 1563 hasta finales del siglo XVI, se constituyen en España 20 seminarios.
Gracias a los seminarios y a las cátedras de Teología de las universidades, se experimentó un importante desarrollo teológico, cuyo máximo exponente fue la Escuela de Salamanca. A partir de Trento se asiste a la proliferación de celebraciones en honor al Santísimo Sacramento y de la Virgen María. Alcanza su punto culminante la Semana Santa con sus tradicionales misterios y procesiones.
Por último, se ha de señalar que el patronato ejercido por los reyes de España, tanto de la Península como en las posesiones americanas, contribuyó decisivamente a configurar una Iglesia fuerte y dispuesta a inculcar la doctrina señalada por el Concilio de Trento.
José Carlos Sacristán
Excelente resumen y sobretodo explicativo para lo complicado que tienen los concilios ecuménicos y doctrinales de la Iglesia.
Entre los muchos concilios ciertamente este fue ejemplar para la iglesia católica
Excelente resumen sobre este concilio tan complejo por los postulados enfrentados de la época. Ha sido un concilio reformador para la iglesia católica, en tiempos difíciles, como sucede ahora desde el concilio Vaticano II, más aún con el actual Papa, más populista que ecuménico
Excelente resumen y sobretodo explicativo para lo complicado que tienen los concilios ecuménicos y doctrinales de la Iglesia.