El teniente general de la Armada, Blas de Lezo y Olavarriaga falleció en la mañana del 7 de septiembre de 1741, en Cartagena de Indias, Colombia, y no en casa propia, sino en una ajena, propiedad del marqués de Valdehoyos. Había nacido en Pasajes, Guipúzcoa, en 1689, y contaba, por lo tanto, con 52 años. El gran marino, con la sola compañía de su mayordomo, dejaba atrás una esposa, nacida en el reino de Perú, Josefa Mónica Pacheco Bustios y seis hijos, de los cuales la última, Ignacia, no conoció a su padre. Salvo su secretario o mayordomo, nadie más le acompañó en sus últimos instantes. Si acaso el recuerdo de haberse embarcado con 12 años con destino a Gibraltar, en donde, a los quince años, en 1794, durante la batalla contra los ingleses frente a Vélez-Málaga, una bala de cañón le destrozó la pierna izquierda a la altura de la rodilla. O la pérdida con 18 años del ojo izquierdo en Tolón a consecuencia de la esquirla de un cañonazo , o, por último, ya con 25 años, el balazo del mosquete en Barcelona, que le dejó el brazo derecho inútil. Todo ello provocó la leyenda de ser conocido como el Mediohombre. Efectivamente, nuestro héroe con 25 años era cojo, manco y tuerto, pero no por ello menos valiente y osado.
Sin embargo, entre tales recuerdos no solamente se hallan esas heridas, sino su gran capacidad de estratega, como cuando, frente a naves inglesas extendió paja húmeda entre ellas y las españolas, e incendiándola, cegó con el humo denso la visión de los ingleses defensores de Carlos de Austria frente al candidato francés, Felipe de Anjou. Como también, nuevamente ingleses y españoles se reencontrar en la guerra de la Oreja de Jenkins o del Asiento, en 1739. Al capitán inglés con tal nombre, capturado su navío Rebecca, por el guardacostas español La Isabela con su capitán Juan León Fandiño, le cupo el honor de ser atado al mástil de su barco, sentir una de sus orejas cortada, mediante un certero tajo de espada y aún poder escuchar las palabras del capitán español: “Ve y di a tu rey que lo mismo le haré si a lo mismo se atreve”. Aquello fue tan poco del agrado de Jenkins como del rey, Jorge II, y de la Cámara de los Comunes ingleses, que, el 23 de octubre de 1739, declararon la guerra a España, aunque, realmente, no hubiese sido necesario; Inglaterra desde Isabel I tenía como obsesión la España imperial y sus territorios en el Nuevo Mundo, asediándola por mar y por tierra con piratas, corsarios y traidores.
Y como colofón a tales recuerdos, hallamos la batalla de Cartagena de Indias de junio de 1741. Blas de Lezo, con 3.000 hombres y seis navíos, hizo frente al engreído almirante Edward Vernon, conocido por Old Grog, el cual estaba al mando de la flota británica. Flota que sumaba dos mil cañones dispuestos en casi ciento ochenta barcos, entre navíos de tres puentes (ocho), navíos de línea (veintiocho), fragatas (doce), bombardas (dos) y buques de transporte (ciento treinta), y, aproximadamente, treinta mil combatientes entre marinos, soldados y esclavos negros macheteros de Jamaica.
Tal era la petulancia y jactancia del almirante inglés, que ordenó acuñar monedas anunciando y celebrando una futura y segura victoria frente al español. Así se leía en su anverso: «Los héroes británicos tomaron Cartagena el 1 de abril de 1741» y «El orgullo español humillado por Vernon».
Blas de Lezo, hundió sus seis barcos en la bocana del puerto, hizo profundizar el foso existente en el perímetro de la muralla de la fortaleza, a fin de que las escaleras inglesas dispuestas para el asalto resultasen cortas, y provocó con todo ello el desconcierto entre la numerosa tropa y la fuerza naval inglesas. La despedida a los ingleses de Vernon por parte del teniente general español fue antológica: “Para venir a Cartagena, es necesario que el Rey de Inglaterra construya otra escuadra mayor, porque ésta sólo ha quedado para conducir carbón de Irlanda a Londres”.
Pero, a las pocas semanas de tal victoria, Blas de Lezo, cayó enfermo, tanto de cuerpo como de espíritu. Se sentía abandonado por el rey Felipe V, poco o nulamente reconocido por su entrega y servicios, así como asediado por envidiosos adversarios, como el virrey Sebastián de Eslava. Dicho virrrey, aún con el cuerpo caliente del general, ordenó al gobernador de la plaza, Melchor de Navarrete, que se aprestase a recoger del secretario de Blas de Lezo todo cuanto documento, cartas e instrucciones se hallasen en la casa e hiciese un inventario para entregarlo al dicho virrey. La intención de este era evidente: desacreditar al fallecido Blas de Lezo ante el rey.
El teniente general vasco murió, después de nueve días de haber caído enfermo, a consecuencia de unas calenturas, que le provocaron desvanecimientos y pérdidas del conocimiento, y no de las heridas sufridas durante la batalla de Cartagena. En la cama durante días, en un momento de lucidez, como religioso que era, pidió confesarse, comulgar y recibir la extrema unción. Sin embargo, con excepción de los miles de misas solicitadas a su familia, no dejó ninguna instrucción o recomendación en cuanto a sus restos mortales. Su muerte parece ser que no fue causa de una infección de sus heridas, sino por lo que se conocía como el tabardillo, referido tanto al tifus, como a la fiebre tifoidea o, incluso, a la peste.
Es su hijo, Blas Fernando, quien, en el expediente que instó pidiendo un título de Castilla, nos esclarece; «Y sobreviniendo al referido D Blas una grabe enfermedad originada del excesivo y continuo trabajo que tubo así de día como de noche por espacio de más de dos meses que estuvieron los ingleses en Cartagena se siguió su muerte por septiembre del 41 en tiempo que esperaba de las piedades de SM recoger el fruto de tantos trabajos y continuados servicios».
No fue hasta 2018 cuando, en virtud del hallazgo de una carta conservada en el Archivo del Museo Nadal de Madrid, se tuvo constancia de la indicación del hijo primogénito, Blas Fernando, respecto a los restos mortales de su padre, cuando menciona; «[…] Positibamente se que el retrato de mi padre esta colocado en el arco de mármol donde fue enterrado su cadáver en el Conbento de Dominicos de Cartag(e)na de Yndias […]».
Tras su fallecimiento, su viuda Josefa, desde El Puerto de Santa María, preparó el traslado de toda la familia a Pasajes, para vivir en casa de su suegro, Pedro de Lezo. Sin embargo, en diciembre de 1742, enfermó y, a los 34 años, falleció. Los seis niños, Blas Fernando, con 17 años, y la menor, Ignacia, fueron criados primero por su abuelo y, al fallecer este, por el primogénito, no con pocos esfuerzos.
Esta fue la vida del más grande marino de España, gran estratega, valiente y entregado hasta el extremo, méritos que no fueron reconocidos hasta la llegada al trono de Carlos III, quien, a favor de Blas Fernando de Lezo y Pacheco y en memoria de su padre, recibió el título de marqués de Ovieco. Marquesado vigente, ahora en poder de Antonio Marabini y Martínez de Lejarza, VIII marqués de Ovieco.
De la historia y aventuras de nuestro héroe pueden hallarse relatos más extensos en; Blas de Lezo, Orgullo del Imperio Español (1); Blas de Lezo, Orgullo del Imperio España (y 2); 330 años de Blas de Lezo.
Francisco Gilet
Fuentes
La Última batalla de Blas de Lezo, Edaf, 2018.
El general Pierna de Palo : narración histórica.
Blas de Lezo y Olavarrieta en la Real Academia de la Historia.
García Rivas, Manuel (2012). «En torno a la biografía de Blas de Lezo»