La incursión en el océano Pacífico o Mar del Sur de piratas, corsarios y bucaneros, tres categorías de un oficio común ― tan inmemorial como lo es el comercio por vía marítima ―, entre 1575 y 1744 obedece en líneas generales a razones políticas y guerras en el viejo continente.
La guerra de independencia de los Países Bajos, que estalló en 1568, trajo en pocos años nuevos intrusos al Mar del Sur. Jacob Mahu y Simon de Cordes (1598-1600), Oliver van Noort (1589-1601), Shouten y Lemaire, Joris van Spilbergen (1614-1617), Jacob L’Hermite (1622-1625) y Hendrick Brower (1643).
En la década de 1680 el Mar del Sur se vio invadido por hordas de bucaneros, especialmente ingleses y franceses. Se puede identificar tres oleadas de bucaneros: la primera de 1679 a 1681, cuyo líder más notable fue Bartholomew Sharp, la segunda de 1684 a 1688, cuyo clímax fue el asalto de Guayaquil de 20 de abril de 1687, y la tercera de 1687 a 1695. Los bucaneros llegaron a sumar más de mil hombres en las tres oleadas, pero fueron muy cuidadosos de no caer prisioneros, de forma que solo un puñado de ellos tuvo que vérselas con la justicia virreinal.
El advenimiento de la Guerra de Sucesión Española en 1700 trajo nuevos corsarios ingleses en tres expediciones reconocidas: la dirigida por William Dampier y Thomas Stradling (1701-1704), la de Woodes Rogers y Stephen Courtney (1708-1712) y una en 1713 bajo el mando de un enigmático “capitán Charpes”.
Entre 1719 y 1722 Clipperton volvió al Mar del Sur acompañado por George Shelvocke. De estas tripulaciones hubo otros tantos miembros juzgados por la Inquisición.
Y finalmente, entre 1741 y 1744, navegó el comodoro George Anson. Con él se cerró el capítulo de la época de “piratería clásica” en el Mar del Sur.
Antes de incursionar en el Pacífico, John Hawkins el primer traficante de esclavos y corsario inglés de la era isabelina atacó Canarias, Puerto Rico y Panamá, pero sufrió un importante revés en San Juan de Ulúa. A la sombra de Hawkins se formó Francis Drake, su sobrino, que en poco tiempo llegó a eclipsarlo por la audacia de sus hazañas en la guerra contra España.
Pero no fueron Hawkins ni Drake quienes inauguraron la guerra de corso en el Pacífico sino John Oxenham, lugarteniente del segundo en sus correrías por las costas de Panamá. A la postre, Oxenham y sus hombres resultaron ser los primeros corsarios ajusticiados en el Pacífico, el propio Oxenham y unos pocos más reservados para la Inquisición.
En las primeras semanas de 1577, los ingleses “…se distinguieron por sus barbaridades, robaron perlas, piedras preciosas, oro y plata, se burlaron de libros e imágenes religiosas, así como de otros objetos sagrados de la religión católica; también humillaron despiadadamente a un fraile golpeándole, forzándole a ponerse un orinal en la cabeza e incendiando su iglesia”. (Bradley, 1992: 68).
En febrero de 1577 la mayoría cayó prisionera de una partida de soldados enviados del Perú por el virrey Francisco de Toledo. Dieciocho fueron conducidos a Panamá, donde la mayoría fueron ahorcados. Unos doce que lograron huir, se hicieron con una pequeña embarcación y pusieron rumbo a Inglaterra, pero se desconoce su suerte.
A los cinco reos principales se los reservó para juzgamiento bajo la jurisdicción del Tribunal de la Santa Inquisición en Lima, donde llegaron el 13 de febrero de 1577 a esperar su juicio.
Abjuraron de su herejía y fueron condenados a las galeras de por vida, pero salieron reconciliados en el Auto de Fe del 29 de octubre de 1581, “con pena de hábito, cárcel perpetua irremisible en galeras y confiscación de bienes”.
Volvieron a la jurisdicción civil, donde por sentencia de los alcaldes del crimen, fueron ahorcados, con excepción de Henry Butler, menor de edad. El cambio de sentencia se explica por la incursión de Drake al Mar del Sur y sus consecuencias.
La intervención de Richard Hawkins fue la última expedición inglesa que llegó al Mar del Sur en el siglo XVI. Durante unos 20 años, los piratas británicos habían violado unos mares que eran conocidos como el “lago español”, y en dos ocasiones consiguieron botines de extraordinario valor. Pero poco más consiguieron, salvo ver ricos mercados en los que expandir su codicia mercantilista.
La segunda expedición (1598 – 1601), comandada por Olivier Van Noort atacó Valparaíso y El Callao, en el Perú, apoderándose de cinco naves españolas, llegando a Rotterdam con 60 toneladas de botín y especias.
Un nuevo conflicto de guerra declarada con Inglaterra se produciría entre 1625 y 1630, y otro entre 1655 y 1660.
Entre guerras, los corsarios volvían a ejercer su sempiterna misión, en esta ocasión como piratas. En esta etapa destacaron Hendrik Broker, William Dampier, Bartolomé Sharp y Juan Warlen, y es que las actividades de los piratas en tiempo de paz se trocaban en acciones corsarias en tiempos de guerra; los mismos barcos, los mismos capitanes, los mismos tripulantes.
Nuevamente encendió la guerra en 1700. En esta ocasión fue la Guerra de Sucesión, donde Inglaterra apoyó al archiduque Carlos y aprovechó para seguir hostigando las provincias americanas, hasta que en 1713 se firmó el humillante tratado de Utrecht.
Las actividades de piratería, lógicamente, continuaban. En el Pacífico destaca John Clipperton y George Shelvocke, y la corona española tuvo la brillante idea de reorganizar la armada del Pacífico con Bartolomé de Urdinzu y con Blas de Lezo.
Entre los años 1727 y 1729 tiene lugar la enésima guerra anglo española, tras la cual, finalizada la actividad de corsarios al servicio de Inglaterra, los mismos continuaron con su actividad de piratas al servicio de los mismos, para volver a ejercer de corsarios entre 1739 y 1748 con motivo de la Guerra del Asiento ― Guerra de la oreja de Jenkins ― Guerra de sucesión austriaca (1740-1748).
En el curso de la Guerra de Sucesión austriaca, Richard Norris amenazó las costas de Patagonia, y en 1741 George Anson protagonizó la última incursión pirata en los mares del Sur.
A su vuelta a Inglaterra, tras haber asaltado al “Nuestra Señora de Covadonga”, fue ascendido en el almirantazgo, donde laboró en la misma dirección, dado que la corona británica era cada vez más consciente de que ese era un lugar preeminente para llevar a cabo sus actividades delictivas.
Aunque hemos señalado que con Anson se dio fin a las campañas piratas, la piratería, aunque en actos menores, continuó existiendo; así, en la guerra del Pacífico, que se produjo para posibilitar el control británico sobre la extracción del guano, buques británicos participaron en diversas operaciones, si no militares, si de carácter paralelo, no dudando en izar bandera boliviana o peruana para salvaguardar sus operaciones ilícitas.
Por su parte, Francia inició sus actividades piráticas en 1506, atacando el área de las Antillas. Pero su principal “hazaña” la llevó a cabo en 1521, cuando el pirata Jean Florin, al servicio de Francisco I, capturó a la altura del cabo de San Vicente una embarcación procedente de América.
En el desarrollo de esa política, es necesario destacar que en 1621 se creaba la Compañía de las Indias Occidentales en Ámsterdam. Su objetivo: el contrabando y el comercio de esclavos. Y la piratería, que la desarrollarían principalmente a lo largo del siglo XVII. Tres actividades de por sí delictivas, que se desarrollaron en contra de los intereses de España.
La Compañía Holandesa de las Indias Occidentales era, para los holandeses, una empresa comercial que atacaba al enemigo, y por lo tanto de corso legítimo, para los españoles fue una gigantesca empresa de piratas dueña de centenares de barcos tripulados por más de 67.000 marineros, que en 1628 logró capturar la flota de la plata, por primera vez en la historia de la Carrera de Indias.
Como vemos, la piratería en los territorios hispánicos no es cuestión de mera delincuencia. Primero era Inglaterra y Francia los promotores. Desde el segundo cuarto del siglo XVII, los piratas reciben apoyo de potencias europeas como Holanda, quién tras el ataque fallido a Cádiz llevado a cabo por la armada inglesa en 1625 se unió a estos en sus labores de piratería, al tiempo que también se aliaban con Francia, a la que facilitaban barcos destinados combatir intereses españoles.
Y es que la desastrosa política internacional que llevó a cabo el duque de Lerma, le llevó a firmar el tratado de los Doce Años con los rebeldes holandeses, que fue aprovechada por éstos para desarrollar fuertemente su armada, lanzándola a hostigar las posesiones españolas (en muy especial grado las portuguesas) en Asia y en América, consiguiendo desarrollar asentamientos en Pernambuco, el litoral noroeste de Brasil, Curaçao, Aruba, desde donde gestionarían las actividades piráticas en el Atlántico, en connivencia con Inglaterra y con Francia. Holanda perdería la iniciativa, a favor de Inglaterra tras la guerra anglo-holandesa de 1652-1654, cuando Cromwell logró la conquista de Jamaica, Bahamas, Mosquitos, y Francia se asentó en Santo Domingo en 1697, en Guayana y en las Pequeñas Antillas.Es en estos momentos cuando se hace sentir la presión judía sobre las potencias europeas; así, señala Clicie Nunes Andao, “Simon de Cáceres, mercader judío, plantea a Cromwell la conquista de Chile, en 1655”.
Gracias a las defensas de costa, las acciones de las potencias europeas no alcanzaron los éxitos que deseaban; ciertamente hicieron daños de importancia y consiguieron objetivos de mucha envergadura, como el Galeón de Manila, pero el costo en vidas británicas fue elevado. Pero la codicia les hacía sobreponerse. J. S. Dean, en su “Bearding the Spaniard: Captain John Oxnam in the Pacific”, además de señalar que las fuentes españolas son más fiables, también señala que en la Inglaterra de 1570 era común pensar que si un capitán Inglés pudiese doblar el Cabo de Hornos, podría hacerse rico tan sólo tomando un barco del tesoro peruano que costease hacia el norte de Panamá, siendo una presa fácil para un buque inglés fuertemente armado. No parece que otras consideraciones fuesen dignas de ser tenidas en cuenta. Y siendo así, no es de extrañar que, avanzada la campaña pirática en el Pacífico, el adjetivo “pirata” era tenido por los americanos como sinónimo de “inglés”, algo que perdura en el imaginario popular de nuestros días.
Que el adjetivo “inglés” se convirtiese en sinónimo de “pirata” no es una casualidad; sin embargo, señala C. H. Harina que:
“Con todo, los ingleses del siglo XVII no ejercían el monopolio de esta caza pirática: los franceses metían la mano por cuenta propia y los holandeses no iban muy a la zaga. En realidad, los franceses pueden alegar que abrieron el camino a los filibusteros isabelinos, porque en la primera mitad del siglo XVII los corsarios salían en enjambre para las Indias españolas desde Dieppe, Brest y las Ciudades de la costa vasca.”
La jauría aumentaba al brillo de la rapiña sin tener en cuenta que las tripulaciones acababan en no pocas ocasiones diezmadas, haciendo crecer la inseguridad en lo que hasta entonces había sido conocido como “el lago español”.
Las expediciones menudeaban con ánimos declarados de afincarse en algún lugar desde donde proseguir sus saqueos, pero debían conformarse con profundizar en la leyenda negra contra España.
El conde de Gennes había propuesto un «proyecto de colonia en el Estrecho de Magallanes y las costas deshabitadas de Chile». La expedición fue fallida al no haber sido capaz de llegar al Pacífico.
En 1621, al terminar la tregua de los 12 años, se reiniciaría la guerra con las Provincias Unidas; algo que atraería demasiado esfuerzo español en beneficio de los intereses franceses e ingleses. Con el recrudecimiento de este conflicto, mantenido por España como recuerdo de Carlos I, en 1628 se perdió la flota de Indias a manos del pirata Piet Heyn, con cuya plata se financió la flota que acabó tomando Pernambuco, en Brasil, dos años más tarde.
Esa actividad pirática llevada a cabo durante los siglos XVI y XVII exacerbó la codicia de sus promotores, aún a pesar de las grandes pérdidas humanas que sufrieron.
Por otra parte, aunque los males que ocasionaron no son de la envergadura que sus promotores quisieron infligirles (tengamos en cuenta que la derrota que padeció ante Lisboa la armada inglesa en 1589 fue de un valor superior al desastre de la Grande e Felicísima Armada del año anterior y que los enfrentamientos con las flotas americanas no permitieron asentamientos permanentes a los piratas en este siglo), sí eran un grave problema para la seguridad del tráfico marítimo y de los puertos. De las actividades desarrolladas por las potencias europeas enemigas de España se deduce el relativismo, que deja en segundo orden lo que el derecho natural conoce como justicia y respeto a lo ajeno. No obstante, algún autor ve en los piratas a personas honradas, que, animadas por un sentimiento de justicia, abandonaron los hogares propios para vengar a Europa de la insolente prepotencia de España.
Cesáreo Jarabo