Leovigildo, rey unificador, se vio enfrentado militarmente a su propio hijo, Hermenegildo, quien tras un pacto entre Leovigildo y Bizancio fue vencido en 584. Sería degollado por el duque Sisberto, en Tarragona, el 13 de abril de 585, por negarse a abrazar el arrianismo. En 1639 fue canonizado como mártir.
Con tiernas palabras había reprochado Leovigildo a su hijo que abandonase el arrianismo, a lo cual Hermenegildo respondía que era sumiso a su padre pero que la única religión verdadera le exigía proclamar su fe hasta el fin.
No obstante, no hubo persecución religiosa, por lo que se deduce que el enfrentamiento no obedeció a otra cosa que a la voluntad de Hermenegildo de erigirse como rey por encima de su padre, Leovigildo, que siempre fue un gran rey que recuperó del poder de Bizancio importantes asentamientos como Córdoba, Baza o Asidonia y todo el norte peninsular que había estado en poder de los suevos… Y según es tradición, murió católico.
Su heredero, Recaredo, subió al trono el año 586. Su idea era completar la unificación del pueblo hispano romano con el godo, procurando limitar el poder de la nobleza terrateniente, para lo que era necesario lograr la máxima unidad jurídica e ideológica de la sociedad hispano visigoda, haciendo prevalecer en el pueblo el concepto de súbdito frente a la sumisión personal de tipo feudal existente, labor iniciada ya por el Código revisado de Leovigildo.
Para profundizar en el asunto el rey propició el III Concilio de Toledo, que tendría lugar el año 589, habiéndose él mismo bautizado como católico el 8 de Mayo de 586. Con ese hecho abrió las puertas de la política al pueblo hispano-romano y dio vía libre a la cultura, si bien los hispanorromanos no tenían acceso al trono. La pregunta es si, tal vez, el paso idóneo hubiese sido agregarse totalmente a Bizancio. Pero eso no es historia.
Los únicos que quedaban fuera eran los judíos; los mismos que ocasionaron graves daños a Alarico II, y aquellos que se mantuvieron fieles a la fe arriana, en concreto los obispos, entre los que destacaban Ataloco, Uldila y Sunna. Unos y otros ocasionarían sucesivos conflictos. En concreto Sunna huyó a África, y el obispo Uldila de Toledo, junto a la madrastra de Recaredo, conspiró contra la nueva monarquía.
El tercer Concilio de Toledo puso las bases de la unidad nacional de España. Sesenta y dos prelados y cinco metropolitanos, bajo el magisterio del obispo hispalense Leandro serían los encargados de la labor, y es que la fe era el vínculo esencial de los pueblos de España, esa misma fe que, después de la invasión musulmana, propició la Reconquista y posteriormente la formación de la Hispanidad. La conversión al catolicismo de la clase dirigente visigoda significó la eliminación de las diferencias existentes entre la clase dirigente y el pueblo, y quienes perseveraron en el arrianismo fueron, al final, quienes vendieron España al dominio musulmán.
El Concilio puso orden en la Iglesia hispano-visigoda, prohibiendo usos poco acordes con el espíritu cristiano; reguló la vida de matrimonio de los clérigos, a quienes se les permitía infligir castigos a sus esposas, y prohibió que quien después del bautismo ingresara en la milicia fuese admitido al diaconado.
Llenos están los concilios de los primeros siglos de la Iglesia española de disposiciones acerca del matrimonio o de la continencia de los clérigos. Tres disposiciones habían dedicado al asunto el concilio de Gerona de 517, como así hicieron los demás concilios provinciales. En concreto en el segundo de Toledo, en 527, se exigió el celibato para recibir el subdiaconado.
Y en lo político, el III Concilio de Toledo es de vital importancia para la comprensión de España, de cuya unidad nacional es principio legislativo. Recaredo dictó tres leyes que merecen ser destacadas: la prohibición a los judíos de tener siervos cristianos, la prohibición del matrimonio para los religiosos y la igualdad de derechos de todos los españoles, dando pie a la formación de un solo pueblo. Y sucedió algo digno de ser remarcado: La Iglesia y la monarquía formaron una simbiosis mediante la cual ambas se beneficiaban; la monarquía gobernaba, y los concilios, donde se juntaba todo el conocimiento, legislaban. No en vano el conocimiento estaba circunscrito a la Iglesia.
Había una clara diferenciación de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Algo que hoy nos es presentado como producto del pensamiento liberal del siglo XVIII, francés.
El poder legislativo y el poder ejecutivo eran independientes; llegaría el VIII concilio que se inauguraría como sigue: En el nombre del Señor Flavio Recesvinto rey, a los reverendísimos padres residentes en este santo sínodo… Os encargo que juzguéis todas las quejas que se os presenten, con el rigor de la justicia, pero templado con la misericordia. En las leyes os doy mi consentimiento para que las ordenéis, corrigiendo las malas, omitiendo las superfluas y declarando los cánones oscuros o dudosos… Y a vosotros, varones ilustres, jefes del oficio palatino, distinguidos por vuestra nobleza, rectores de los pueblos por vuestra experiencia y equidad, mis fieles compañeros en el gobierno, por cuyas manos se administra la justicia… os encargo por la fe que he protestado a la venerable congregación de estos santos padres, que no os separéis de lo que ellos determinen.
Y finalmente, el tercer concilio de Toledo significó que la Iglesia tenía papel preponderante en la constitución del Estado visigodo, al que aportaba cultura y conocimiento. De esta época procede el derecho real a la designación de obispos, como contrapartida a la preponderancia de la Iglesia en la constitución del Estado; derecho que se ha mantenido hasta el mismo siglo XX. Hecho que ha sido tan duramente criticado por unos y por otros, y que de manera antihistórica ha sido presentado como una imposición, en concreto, del generalísimo Franco, que por cierto, en alguna ocasión manifestó que no entendía cómo él debía intervenir en el nombramiento de los obispos, del mismo modo que no entendería que fuese la Iglesia quien interviniese en el nombramiento de sus generales.
La idea de que el papel de los concilios de Toledo puede ser considerada como el de unas Cortes generales parece tener razón de ser, ya que si por una parte los visigodos (ya más clase social que etnia) mantenían el poder político, eran los concilios, conformados por hispanorromanos, quienes ejercían el control y la inspección de las actuaciones políticas.
En este tercer Concilio no intervino sino la Iglesia, como sucedería hasta el séptimo, pero las decisiones de los concilios tenían manifiesto reflejo político, hasta el extremo que tanto este tercer concilio, como el cuarto, son tenidos como base de la nación española; además, puede señalarse que se cita Spania en claro sentido sinónimo a todo el reino godo, incluyendo la Galia y Galicia.
Y el cuarto Concilio relata en la prescripción LXXV:
A partir del octavo concilio, de 653, sí intervino la nobleza, lógicamente sin voz ni voto en asuntos eclesiásticos. A la muerte de Recaredo quedaba una España unificada, poderosa y temida que seguía teniendo físicamente presente, en Cartagena, al imperio bizantino, que coincidiendo con la celebración del III Concilio de Toledo reforzaba las defensas y dejaba en entredicho la afirmación en que justificaba su presencia en España: la defensa de la fe católica… Y se hablaba de España como patria en los ámbitos de los grandes pensadores hispánicos como San Isidoro o San Julián…, y se hablaba de “Spaniam”, de “Hispaniam”, en el resto de ámbitos. Así, el papa León II habla de “universi episcopi per Spaniam constituti” [ lo que posteriormente posibilitó que, tras la dominación musulmana, se hablase de Reconquista.
Cesáreo Jarabo