La expulsión de los jesuitas
Los jesuitas españoles fueron acusados de servir a la curia romana en detrimento de las prerrogativas regias, fomentar las doctrinas probabilistas, simpatizar con la teoría del regicidio, haber incentivado el motín de Esquilache un año antes y defender el laxismo en sus Colegios y Universidades. El destierro que, de madrugada, les sorprendió en sus residencias, respondía a una importante maniobra política que venía gestándose desde que, en abril de 1766, se emprendiera la “Pesquisa Secreta”, creada con la excusa de descubrir a los culpables de los disturbios madrileños de marzo del mismo año, pero que pretendía, como auténtico objetivo, comprometer a la Compañía de Jesús en los alborotos populares que habían hecho huir al monarca de Madrid. Así, con una efectividad y un sigilo sin precedentes, en la madrugada del 2 de abril de 1767, Carlos III expulsó a todos los jesuitas que habitaban en sus dominios.
«Prohíbo por vía de Ley y regla general que jamás pueda volver a admitirse en todos mis Reinos en particular a ningún individuo de la Compañía ni en Cuerpo de Comunidad con ningún pretexto ni colorido que sea, ni sobre ello admitirá el mi Consejo, ni otro Tribunal, instancia alguna; antes bien, tomarán a prevención las justicias las más severas providencias contra los infractores, auxiliadores y cooperantes de semejante intento, castigándoles como perturbadores del sosiego público.
Ninguno de los actuales Jesuitas profesos, aunque salga de la Orden con licencia formal del Papa, y quede de secular o clérigo, o pase a otra Orden, no podrá volver a estos Reinos sin obtener especial permiso mío».
Esto significó, como es sabido, el progresivo establecimiento en Italia de un nutrido y muy relevante grupo intelectual de jesuitas españoles y en general hispánicos. Pero el hecho importante viene determinado por la creación en Italia y en lengua italiana de una corriente o escuela intelectual o científica de tendencia universalista y extraordinarias dimensiones que sólo recientemente ha sido posible reconstruir y ha puesto sobre la mesa la necesidad de reescribir la historia moderna del pensamiento. De algún modo, Andrés era consciente de la dimensión fáctica de esta corriente, según se puede comprobar desde las primeras páginas de sus Cartas familiares.
Esta Escuela Universalista, como veremos, consiste en una nutrida serie de autores, en su mayoría jesuitas expulsos, no sólo de España sino también de ultramar, América y Filipinas. Excepto algunos de ellos, en especial los naturalistas y botánicos (Celestino Mutis, Antonio José Cavanilles, Franco Dávila, los jesuitas Francisco Javier Clavijero y Juan Ignacio Molina…) apenas han sido estudiados. Es de subrayar la gran dimensión no sólo humanística sino también científica, físico-matemática, de la Escuela, la cual por otra parte presenta en último término una interesante y notabilísima derivación meteorológica y sismológica (Benito Viñes en La Habana y Federico Faura en Manila, que a su vez formaron escuela) (Aullón, Constitución 43-70).
El pensamiento humanístico clásico, en cuyo seno nace la teoría comparatista, la alianza de saber, moral y dignidad humana asociada a esa metodología así como la necesaria amplitud generalista para la comprensión y mejora del mundo y la correspondiente formación de la ciencia, se encuentra a la base de toda posible teoría o visión universalista, o al menos la integradora y fundada en esos presupuestos aquí por nosotros preconizada. Es decir, la concepción universalista no es sino una expansión especial de la teoría del humanismo que accedería a su clímax a finales del siglo XVIII alcanzando su más característica y potente realización. Pero sucede además que esto presenta un relieve de primer orden capaz de entregar medios e infundir sentido a la época de la Globalización.
La drástica medida adoptada por Carlos III y sus ministros contra la Compañía de Jesús debe situarse dentro de una tendencia europea de reafirmación del poder real frente a los intereses individuales y corporativos de sus sociedades. Durante el siglo XVIII, movidos por propósitos ilustrados y reformadores, las monarquías van a tratar de aplicar doctrinas regalistas que tuvieron varios objetivos políticos, económicos y sociales. El deseo de imponer un mayor control sobre la Iglesia, de estimular la agricultura, la industria y el comercio, o de modernizar la fiscalidad para obtener mayores recursos, chocaba necesariamente con la situación privilegiada que hasta ese momento habían disfrutado los jesuitas. Así, para cuando en 1767 se decreta la extinción de la Compañía, sus miembros ya habían sido desterrados de Portugal y de Francia.
Para algunos de los integrantes del gobierno, la presencia de estos religiosos suponía un obstáculo para la aplicación de las reformas en toda la geografía del Imperio. En primer lugar, se desconfiaba del carácter internacional de la Orden, ya que la existencia de extranjeros a lo largo de la Monarquía era sentida como una amenaza a su integridad, mientras que el voto de obediencia al Papa se consideraba un desafío a la autoridad real y un mal ejemplo para el resto de súbditos. En segundo lugar, se recelaba de la enorme influencia alcanzada por la Compañía en las sociedades de Ultramar. Los jesuitas, a través del control de la enseñanza, habían establecido fuertes vínculos con las oligarquías locales y controlaban gran parte de la riqueza de sus reinos, recursos en «manos muertas» que escapaban a los esfuerzos recaudadores. Además, éstos habían gozado durante años de una gran autonomía en sus misiones de indios que ahora se quería limitar. Los hechos ocurridos unos años antes en Paraguay, donde los frailes fueron acusados de organizar la resistencia armada de los guaraníes contra el cumplimiento del tratado de límites de Madrid de 1750, perjudicaron enormemente la imagen de la Compañía en la Corte.
Por último, eran contemplados como un peligro para la seguridad del reino ya que en algunas obras escritas por jesuitas, como las del padre Mariana o las del padre Suárez, se podía interpretar la idea de que era moralmente justificable, bajo ciertas circunstancias, desobedecer y matar a un gobernante, materia que se relacionaba con su participación en el atentado a José I de Portugal o con su supuesta complicidad en el motín de Esquilache4. En este sentido, algunos personajes de la época, como el arzobispo de México, Lorenzana vieron en el énfasis puesto por la moral jesuita en el «probabilismo» y la defensa del «libre albedrío» un camino para la desobediencia civil en determinadas situaciones. Asimismo, algunos trabajos han llamado la atención sobre la importancia que tuvo la enseñanza jesuita del origen de la autoridad en la formación de muchos de los líderes insurgentes.
Según esta teoría, el poder no era concedido directamente por Dios al soberano, sino al pueblo, quien a su vez lo cedía al monarca bajo la condición de que lo ejerciese en beneficio de la comunidad y no en el suyo propio. En el caso de que un rey actuase como un tirano o dejase vacante su puesto, la soberanía podría regresar al pueblo, abriendo la puerta a las posteriores interpretaciones que realizarían los intelectuales americanos una vez que los franceses ocupasen la península y Fernando VII fuera apartado del trono.
En el caso de América, la política reformadora de los Borbones tuvo como fin convertir los antiguos reinos de Indias en colonias rentables, acentuando el control político sobre los mismos y extrayendo mayores beneficios económicos para la metrópoli. Los cambios introducidos en este momento se situaban en el marco de una larga reflexión crítica que tuvo siempre a Inglaterra como referente y punto de comparación. Las medidas tomadas atacaron las que habían sido hasta ese momento las bases económicas y sociales del Virreinato, además de suponer el desplazamiento de los criollos de los principales cargos administrativos civiles o religiosos, encendiendo la mecha de un malestar que se uniría al provocado por la salida de los jesuitas6. Meses antes de que llegase la noticia del exilio forzado de la Compañía, en Michoacán, San Luis Potosí y Guanajuato ya habían estallado brotes de protesta por la formación de milicias y por algunas disposiciones consideradas perjudiciales, como el establecimiento del estanco del tabaco.
La relación entre los universalistas y la otra gran Escuela española, la de Salamanca del Siglo de Oro, se establece sobre todo a partir del internacionalismo político y jurídico inaugurado por Francisco de Vitoria. El humanismo cristiano universalista profesado por él, manifiesto en el respeto hacia las poblaciones indígenas, el mundo de las colonias y su evangelización, se traduce en nuestros autores en un proyecto más específicamente historiográfico, cartográfico y lingüístico, sobre todo en los casos de Hervás, Joaquín Camaño (La Rioja, Argentina 1737 – Valencia, 1820) (vid. Piciulo) y Juan Ignacio Molina (Villa Alegre, Chile 1740 – Bolonia 1829). La obra americanista de Molina, bien conocida, atañe especialmente a Chile y se desarrolló principalmente en el último cuarto del siglo XVIII, es decir, en concomitancia con la eclosión de la conocida “Disputa sobre América”, de la que fueron protagonistas diferentes intelectuales como Buffon, De Pauw, Raynal o Robertson (vid. Gerbi).
Durante el Siglo de Oro español fue cuando la Universidad se convirtió en el escenario de relevantes acontecimientos para la historia de la humanidad. En el claustro de esta Universidad se discutió sobre la viabilidad del proyecto de Cristóbal Colón y las consecuencias que traían sus afirmaciones. Tras el descubrimiento de América, se discutió sobre el derecho de los indígenas a ser reconocidos con plenitud de derechos; la denominada polémica de indias fue algo revolucionario para la época.
El caso es que los sabios de la Escuela de Salamanca formaron igualmente un importante foco humanista, renovaron la teología, sentaron las bases del Derecho moderno de gentes, del Derecho Internacional, precursora de los primeros Derechos Humanos, encabezados por Francisco de Vitoria. Y efectuaron los primeros estudios en etnografía y antropología social moderna, especialmente por Bernardino de Sahagún. Relacionando la democracia con la justicia definieron el concepto de la Comunidad Internacional.
Este movimiento fue llevado a cabo por un grupo de teólogos y juristas que basándose en la teoría del Iusnaturalismo, desarrollaron las primeras leyes en Derecho Internacional de Gentes, precursores de los Derechos Humanos.
Sus miembros más brillantes fueron Francisco de Vitoria (1483-1546), el fundador de la escuela, Domingo de Soto (1494-1570), Martín de Azpilcueta (1493-1586), Bernardino de Sahagún (1499-1590), Tomás de Mercado (1500-1575), Domingo Báñez (1528-1604), Luis de Molina (1535-1601), Juan de Mariana (1536-1624), Francisco Suárez (1548-1617), etc.
Caracteristicas de la escuela de Salamanca
Se analizaron los procesos económicos por primera vez, generándose el primer movimiento de estudios y análisis de la macro economía moderna. La Escuela de Salamanca fue la primera corriente de pensamiento de carácter económico, moral y jurídico, que debatió los problemas morales derivados del innovador sistema comercial y de la mentalidad neo-mercantilista generada en Europa durante la Modernidad y el descubrimiento del Nuevo Mundo.
La expresión Escuela de Salamanca se utiliza de manera genérica para designar el renacimiento del pensamiento en diversas áreas que llevó a cabo un importante grupo de profesores universitarios españoles, pero especialmente los teólogos, a raíz de la labor intelectual y pedagógica de Francisco de Vitoria en la Universidad de Salamanca. No cabe duda de que el influjo de la Escuela se debió sentir en otras naciones, puesto que muchos de los componentes de la Escuela impartieron clases en universidades de fuera de España.
Se inscribe dentro del contexto más amplio del Siglo de Oro español, en el que no solamente hubo una eclosión de las artes, también en Salamanca, donde floreció la escuela literaria salmantina, sino también de las ciencias, que se manifiesta especialmente en esta Escuela.
En razón de la evolución política posterior, no interesó mucho en España seguir por los caminos marcados por los profesores de Salamanca, su reconocimiento internacional ha sido muy tardío, pues las naciones protestantes (que son mayoría entre las que han escrito la ciencia a partir del siglo xviii) no debían de sentirse cómodas reconociendo la modernidad de unos teólogos que fueron punteros en el Concilio de Trento. Sin embargo, poco a poco su labor se va rescatando del olvido y, por ejemplo, en los años 50 del siglo xx, Joseph Alois Schumpeter reivindicó la aportación de los salmantinos al origen de la ciencia económica (en la corriente de pensamiento económico español que se conoce con el nombre de arbitrismo), a lo que hay que añadir los amplios estudios de Marjorie Grice-Hutchinson, sobre todos los temas que tocó la Escuela.
En esa misma década comienza Luciano Pereña la publicación de sus investigaciones sobre Suárez y Vitoria, a partir de las cuales, en 1972, tendrá lugar el inicio de la publicación del monumental «Corpus Hispanorum de Pace».
Carolina Campillay