La atención que estas páginas viene dedicando al rey de Castilla y León, Fernando III, el rey santo, es del todo punto merecida no tanto por la humilde opinión sino por la de eminencias como Menéndez y Pelayo, cuando se expresa; “El tránsito de San Fernando oscureció y dejó pequeñas todas las grandezas de su vida”. O cuando añade: “Tal fue la vida exterior del más grande de los reyes de Castilla: de la vida interior ¿quién podría hablar dignamente sino los ángeles, que fueron testigos de sus espirituales coloquios y de aquellos éxtasis y arrobos que tantas veces precedieron y anunciaron sus victorias?”. Y mientras el rey en sus cartas se declaraba «Caballero de Jesucristo, Siervo de la Virgen Santísima, y Alférez del Apóstol Santiago”, el Papa Gregorio Nono, le llamó: «Atleta de Cristo«, y el Pontífice Inocencio IV le dio el título de «Campeón invicto de Jesucristo«. Y a todo ello y más hicieron justicia, no solamente sus correligionarios, sino incluso sus enemigos, logrando con su vida y conducta que algunos jefes musulmanes abrazaran la fe cristiana. Pudiendo leer la confesión del historiador Al Himyari en la Crónica contemporánea del Tudense, “Era un hombre dulce, con sentido político”. No resulta extraño, leyendo tales palabras, que a las exequias del monarca asistiese el rey moro de Granada, acompañado de cien nobles sarracenos portando antorchas encendidas.
Aquel hombre que en campaña rezaba el oficio parvo mariano, antecedente del rosario, portaba, asida por una anilla al arzón de su caballo, una imagen de marfil de santa Maria, la “Virgen de las Batallas” que en la actualidad se guarda en Sevilla. Hallándose en ella, el 30 de mayo de 1252, se sintió mal. Habían pasado treinta y cinco años siendo rey de Castilla y veintidós de León, y ya hacia algunos años se había encontrado en momentos de mala salud, siendo preciso que su hijo, Alfonso, tomase las riendas de algunos asuntos del reino y en especial la cuestión murciana. Ello no fue obstáculo para que, en 1248, alcanzase la rendición de la ciudad andaluza que recibió su cuerpo. El dicho treinta de mayo, Fernando sintió que su vida se acababa. Y la grandeza de su alma surgió de nuevo.
Ordenó retirar todo cuanto adorno y ornamento se hallaban en la cámara, dictaminando que fuese decorada como una iglesia. Deseaba morir en una capilla, dejando atrás los palacios por los cuales había tenido que transitar su vida. El viático se aproximaba, con el dulce campanilleo anunciador, cuando el rey Fernando, siguiendo una tradición ancestral, pidió una soga que se colocó en el cuello. A continuación, ordenó que se montara una especie de lecho con un montón de cenizas. En ese trance penitente, se acostó sobre ellas, según costumbre antiquísima establecida por los reyes cristianos. Así, tumbado sobre el lecho penitente, exclamó; “Desnudo salí del vientre de mi madre, que era la tierra. Desnudo me ofrezco a ella. Señor, recibe mi alma entre la compañía de tus siervos”. A continuación, solicitó le entregasen una daga y una cruz, y como señal de inmensa mortificación, se hirió el torso al tiempo que besaba la cruz. Mientras tanto, el hombre que había retornado a Santiago las campanas arrebatadas por Almanzor, iba pidiendo perdón por todos sus pecados hasta el momento de expirar en la madrugada del 31 de mayo de 1252.
Sus restos inicialmente recibieron sepultura en la Catedral de Sevilla a los tres días de su muerte. Su cadáver fue depositado, según los deseos del monarca, al pie de la imagen de la Virgen de los Reyes, en una sepultura sencilla sin estatua yacente. Sin embargo, su hijo Alfonso X dispuso que se realizasen los mausoleos de sus padres, el rey Fernando y su primera esposa Beatriz de Suabia, revestidos de plata, con esfinges sedentes, recubiertos de metales y piedras preciosas, sin que su padre, indudablemente, hubiese dado en modo alguno su conformidad.
El papa Clemente X canonizó en 1671 al hombre que, ya santo, es patrón de Sevilla, del Arma de Ingenieros del Ejército español, de diversas ciudades españolas y sudamericanas, durante cuyo reinado mandó levantar las catedrales de Burgos y de León y que unificó los estudios generales de Salamanca y de Palencia. Un monarca que en su iconografía no aparece con cetro sino con su espada, Lobera. Una espada que portaban en procesión los reyes de España por las calles de Sevilla hasta Alfonso XIII, el último rey que la empuñó. Y dos más le han sucedido en la historia de los Borbones sin que se haya mantenido dicha tradición.
Francisco Gilet
Martínez Díez, Gonzalo (1993). Fernando III (1217-1252).
De Mena, José María (1990). Entre la cruz y la espada: San Fernando
Jose J. Esparza, Santiago y Cierra España.