Resulta algo complejo definirse acerca de la realidad o leyenda de tales cuentas, siendo así que el propio Lope de Vega, en su obra homónima de 1638, llega a desplegar un diálogo sobre la cuestión, sin que tampoco expanda mucha luz acerca de la exigencia de Fernando el Católico y la respuesta de Gonzalo Fernández de Córdoba, concluida con total éxito la campaña de Nápoles, a finales de 1506.
Ciñéndonos a los hechos, a su relato y a su leyenda, el tópico que contiene la frase «las cuentas del Gran Capitán», arranca de la sensación por parte de Fernando el Católico, viudo ya de la reina de Castilla, Isabel, de que tal campaña italiana había significado un excesivo coste. Campaña que había supuesto la derrota francesa y proporcionado en la práctica acceso al resto de Italia desde la base del reino de Nápoles. Es decir, no era escasa la trascendencia territorial y política de la victoria lograda por el Gran Capitán frente a las tropas francesas de Giovanni Francesco Gonzaga, marqués de Mantua.
Debe tenerse en cuenta, además, que, según le indicaban algunos compañeros y parte de la nobleza napolitana, el Gran Capitán, con sus soldados, podía instaurarse rey de Nápoles o cambiar de bando como cualquier otro condotiero de la Italia de la época, y ponerse al servicio del Papa o de quien mejor pagase los gastos. Obviamente ninguna de tales cosas sucedió.
Una solicitud que, sin lugar a duda, de producirse, debió sentar amargamente a aquel soldado que, apreciado con total delicadeza por la reina Isabel, había ayudado con su esfuerzo y su estrategia a toda cuanta acción guerrera habían emprendido los Reyes Católicos, en especial la conquista de Granada. Sin dejar de lado que el artífice de la nueva concepción de la infantería que dio lugar a los Tercios de Flandes gozaba ya de la Rosa de Oro, máxima condecoración pontificia otorgada por el Papa Alejandro VI, por la reconquista de Ostia, así como los títulos de duque de Monte Santangelo y Terranova. Fue al regresar a Roma, conquistada la Roca Guillermo, cuando sus soldados y los vencidos soldados franceses comienzan a llamarle «Gran Capitán».
Pues bien, el victorioso de Gaeta, abandonado el Virreinato de Nápoles, regresó a sus tierras de Granada, con los torreones de sus castillos desmochados. En tales tiempos, otra versión nos indica que fue allí en donde el rey Fernando solicitó la relación de gastos, y se produjo la respuesta que, en la actualidad, viene a indicar que las cuentas, los justificantes no están excesivamente claros.
Una narración clásica, que nos priva de aplaudir el desplante castizo del Gran Capitán, se encuentra en su biografía, obra de Luis María de Lojendio:
En el primer capítulo asentó que había gastado en frailes y sacerdotes, religiosos, en pobres y monjas, los cuales continuamente estaban en oración rogando a Nuestro señor Jesucristo, y a todos los santos y santas que le diesen victoria, doscientos mil y setecientos treinta y seis ducados y nueve reales. La segunda partida asentó setecientos mil y cuatrocientos y noventa y cuatro ducados a las espías de los cuales había entendido los designios de los enemigos y ganado muchas victorias, y finalmente, la libre posesión de tan gran reino.
En alguna medida se corresponde con la versión literaria, que de corrillo en corrillo debió recorrer toda España;
Cien millones de ducados en picos, palas y azadones para enterrar a los muertos del enemigo. Ciento cincuenta mil ducados en frailes, monjas y pobres, para que rogasen a Dios por las almas de los soldados del rey caídos en combate. Cien mil ducados en guantes perfumados, para preservar a las tropas del hedor de los cadáveres del enemigo. Ciento sesenta mil ducados para reponer y arreglar las campanas destruidas de tanto repicar a victoria. Finalmente, por la paciencia al haber escuchado estas pequeñeces del rey, que pide cuentas a quien le ha regalado un reino, cien millones de ducados.
Es la Real Academia de Historia la que nos alumbra al mencionar que, hallándose la Hacienda real en manos de Alonso de Morales, de su solicitud surgieron las primeras «Cuentas del Gran Capitán», cuyo manuscrito se conserva en dicha Academia. Hasta aquí el relato, sea verídico, sea tópico, sea leyenda, si bien, lo cierto es que las llamadas «Cuentas del Gran Capitán» han llegado hasta nuestros días sin perder vigencia ni una sola de sus letras.
Francisco Gilet