En la actual Valencia de don Juan, antigua Coyanza, se celebró el primer concilio verdadero que tuvo lugar tras la invasión musulmana del año 711. Reunió a obispos astures, gallegos, leoneses, portugueses, castellanos y navarros.
Habían pasado casi tres siglos de aislamiento y parada de las relaciones con Roma y con la Iglesia europea, la cristiandad española se organizaba en las montañas cantábricas y se propagaba por tierras gallegas y portuguesas, así como por tierras leonesas y de las castellanas de la meseta del Duero. De igual forma, comenzaron las relaciones con los cristianos al otro lado de los Pirineos.
La iniciativa a abrirse a la cultura europea partió del rey navarro Sancho el Mayor, que también regirá Castilla entre 1028 y 1035 y León durante algunos años menos. Uno de sus hijos Fernando I será coronado como rey de León en 1038, este monarca seguirá la estela de su padre de favorecer y potenciar los contactos con los cristianos europeos. Para ello acogió las corrientes culturales y religiosas que se extendían más allá de los Pirineos, que estaban representaban sobre todo en la abadía benedictina de San Pedro de Cluny.
Gracias a este ambiente de apertura, tras casi tres siglos de aislamiento y con el apoyo de Fernando I, se reunieron los obispos del reino castellano-leonés en un concilio que respondió a la reforma eclesiástica que ya se estaba promoviendo en Europa. La peculiaridad de este concilio fue el marcado acento nacional y de restauración de las tradiciones; de la legislación canónica española de raíces visigodas contenida en la Colección Canónica Hispana y en el Liber Judiciurum de Recesvinto.
La reforma coincide con el momento más favorable para el reino de León, el peligro musulmán había desaparecido en el año 1009 con la revolución cordobesa, que ese año había puesto fin a la dictadura de Almanzor y de sus hijos. Entre los años 1009 y 1031 pretendieron ejercer el califato de Córdoba catorce califas hasta que el 30 de noviembre de 1031 quedó abolida la dignidad califal, y sustituida por un consejo de gobierno formado por notables cordobeses.
En el territorio regido hasta entonces por la autoridad califal surgieron durante esos años diversos reinos de taifas, alrededor de veinte, incapaces de poder hacer frente al poder militar de los reinos cristianos. Algunos de ellos llegaron a comprar la paz o la protección de los monarcas cristianos, especialmente de Alfonso I, a cambio de importantes cantidades de dinero o parias. Estas son las condiciones en las que se convocó el Concilio de Coyanza en 1055, desde el último XVIII Concilio de Toledo del año 702.
La singularidad de este concilio radica en ser el primero que se celebra a partir del año 711 en la zona cristiana. Sí se habían convocado reuniones de obispos anteriores como es el caso de la Leyes de León del año 1017, algunas de las cuales afectaban a la disciplina eclesiástica, pero no merecieron el nombre de concilio. La importancia del concilio la tiene su carácter reformador de la tradición visigoda.
El concilio se presenta a sí mismo como restaurador de la antigua disciplina, ad restaurationem nostre Christianitatis, en un momento en que el reino había superado el temor y la ruina de las 56 campañas que Almanzor y luego su hijo Ab-al-Malik habían realizado sobre los cristianos del norte de España.
La anhelada restauración no excluye en ningún momento la corriente reformista generada por Cluny, que en la primera mitad del siglo XI llega a España, y se inicia en Cataluña, Aragón y Navarra por sus fronteras con Francia. Hasta las primeras décadas del siglo el monacato español había vivido de espaldas a la gran reforma benedictina que se iba imponiendo en Inglaterra, Germania y en las Galias carolingias.
El rey Fernando I, que lo era de León, Castilla y Galicia, convoca el concilio para realizar la reforma que creía que su reino necesitaba, aunque en la península no era necesario que fuese tan radical como en otros países. Los dos vicios que los reformistas venían combatiendo eran la simonía o venta de los oficios y dignidades eclesiásticas y el nicolaismo o falta de observancia en el celibato. Aun así, el Concilio de Coyanza en su preámbulo señala como finalidad “el corregir y enderezar las normas y conductas de la Iglesia conforme a las costumbres de los Padres antiguos”.
La primera disposición del concilio será recordar a los obispos la obligación de conservar y mantener en cada una de las sedes episcopales la vida canónica o vida en común en una misma casa con el obispo y con los clérigos de las sedes, así queda escrito en el primer canon.
El canon segundo aprobado por los Padres conciliares traslada su atención a los fieles que practican la vida religiosa también en comunidad, ordenando que todos los monasterios del reino se rijan por una de estas dos reglas, la de san Isidoro o la de san Benito, y que los monjes no tuviesen ningún bien como propio, a menos que fuese con el permiso de su obispo o de su abad.
El canon tercero determina que todas iglesias de cualquier diócesis permanezcan bajo la autoridad de su obispo, sin que los clérigos presten servicio a los laicos si no es libremente o por el mandato de su obispo; y que las iglesias se mantengan íntegramente entre los presbíteros sin división alguna.
Tampoco deberán tener en sus casas mujeres extrañas sino únicamente a su madre, una tía o una hermana o una mujer vestida de negro de pies a cabeza que ofrezca garantías de no incurrir en adulterio. Que dentro del espacio de la iglesia no viva ningún seglar con esposa. Que enseñen a los feligreses y a los niños el Credo y el Padre Nuestro y los sepan de memoria.
El canon cuarto obliga a los abades y presbíteros a amonestar a los feligreses y exigirles el abandono de prácticas pecaminosas como los adulterios, los incestos, los robos, los asesinatos, la delincuencia y el practicar sexo con animales.
A partir del canon séptimo el Concilio de Coyanza rebasa el ámbito religioso e incide en algunas normas que afectan a la sociedad civil o laica, aunque siempre desde el punto de vista de la moralidad. Por ejemplo, recomienda a los nobles que gobiernan la tierra y los administradores de las villas reales a que dirijan a sus súbditos con justicia y no les opriman injustamente.
La presencia en las sesiones del concilio de los consortes, el rey Fernando I la reina doña Sancha, reina de León con Asturias, de Galicia y Portugal, fue aprovechada por los obispos para recomendar a los súbditos de ambos reinos, que no despreciasen la rectitud y la justicia del monarca.
José Carlos Sacristán