- INTRODUCCIÓN.
«El testamento de Isabel la Católica, más explotado que explicado, se hurtó hace tiempo…al laboratorio histórico… Por eso abundan más quienes lo ponderan que quienes lo conocen”. Así de contundente se afirma Gabriel Maura Gamazo en el prólogo al libro, Isabel I, reina de Castilla y Madre de América, allá por 1943. Sin embargo, otros autores, como Vázquez de Mella, Ballesteros Beretta, tienen calificado al testamento de Isabel como “La voz de la raza…”, “El catecismo de la raza hispana…” o “El primer documento jurídico de la Hispanidad…”. Al tiempo que el duque de Maura dejaba escrita su afirmación, el historiador Gómez de Mercado, consideraba que el documento resumía una vida de dolor. Años más tarde, en 1967, Juan de Contreras, se expresaba en estos términos; “Si ignorásemos la historia de sus treinta años de reinado, y no conociésemos más que estos dos documentos (testamento y codicilo), bastarían ellos solos para considerarla entre las más excelsas mujeres de la historia”. Y es de la pluma del insigne historiador don Luis Suárez, de donde surge el colofón a esta inicial consideración del documento isabelino: “El testamento de Isabel la Católica es una pieza histórica y humana de primer orden. Pocas veces una persona se ha enfrentado con tan serena frialdad con la muerte. De sus páginas emerge poderosa la fe católica… El pensamiento de América se atraviesa y firma el codicilo, documento el más noble y más alto que ningún político pueda llegar a concebir, encargando que a los indios de las nuevas tierras se les trate con justicia y amor, para hacerles cristianos y hombres. Es el mensaje final, su último pensamiento”.
Precisa era tal introducción a fin de enmarcar no solamente la grandeza del alma de Isabel, sino también su calidad humana y su firme determinación en salvaguardar la unidad de sus reinos y la pervivencia de estos en la cristiandad. Continuadora del espíritu que impregnó a los reyes castellanos y aragoneses en la Reconquista, el cristianismo como cénit de toda contienda, será constante el traslado de tal preocupación a sus sucesores, adornándola de consejos y recomendaciones.
Isabel, en cierta medida consecuencia del atentado contra su marido, Fernando, en Barcelona, el 7 de diciembre de 1492, obra de un desquiciado mental, se enfrenta con total preocupación al hecho de que “…Pues vemos que los reyes pueden morir de cualquier desastre como los otros, razón es de aparejar a bien morir”. En tales términos se expresaba en una carta a su confesor fray Hernando de Talavera, dándole instrucciones acerca de las «deudas, empréstitos o servicios y daños de las guerras pasadas”. Es Luis Suárez, otra vez, quién alude a la circunstancia de que la reina “debía acordarse de que los reyes, como todos los hombres, deben morir y, en ese momento supremo, Dios va a pedirle cuentas más estrechas que al común de los mortales, ya que les había escogido para cumplimiento de su deber”. El Regimiento de Príncipes, de Egidio Romano, junto con la traducción a romance del homiliario de san Juan Crisóstomo, estaba entre los libros de la biblioteca de Isabel, y por lo tanto ella era plenamente consciente de la frase del santo; “Los poderosos poderosamente serán atormentados”.
- ENFERMEDAD.
Todas las hijas de la reina, casadas con príncipes extranjeros, en Flandes, Portugal e Inglaterra, poco podían aliviarla en todos sus padecimientos, aflicciones y penas. Ni tan siquiera la presencia de Juana en 1502, con el desaire de su esposo Felipe, abandonando la corte en Navidad, y dejando a su desconsolada esposa en la peor de las depresiones, fue de ayuda alguna para la reina Isabel. Posteriormente, las noticias que procedían de Flandes, retornada Juana a la corte flamenca, no hicieron sino empeorar su estado de ánimo. En el verano de 1504, ambos reyes, Isabel y Fernando, enfermaron de unas fiebres. La separación de ambos esposos fue peor soportada por ella, quién no recibiendo las visitas de su amado esposo y sin noticias, entrevió que algo se le estaba ocultando.
Ya su último viaje, de Granada a Castilla, lo tuvo que hacer en carroza y no a caballo, como a ella le gustaba. El palacio de la Plaza de Medina de Campo se convirtió en su última posada. Cansada, deshecha, depresiva llegó a dicha villa, después de que en una parada en Alcalá de Henares los médicos de cámara, Soto y Juan de Guadalupe ya dieran su impresión al rey Fernando de la gravedad de las dolencias de la reina. Aunque el deterioro físico de Isabel era evidente, no podemos decir lo mismo de su entereza y de espíritu para atender las necesidades de sus súbditos, recibiéndoles en audiencias. Alvar Gómez de Castro, en su obra sobre el confesor de la reina, el Cardenal Cisneros, trasmite el testimonio de este en relación con las visitas de personajes extranjeros que, conocedores de la dolencia real, se aproximaban a su cámara para comprobar la fortaleza de espíritu de aquella soberana que, visiblemente, estaba viviendo los últimos días de su vida.
Y así fue. El clérigo Pedro el Monje, veterano cronista del siglo XVII, narra en la forma siguiente el final de Isabel en su Galería de las mujeres fuertes: “Le vino de una úlcera secreta que el trabajo y la agitación del caballo le habían causado en la guerra de Granada. Su valor le causó el mal, su pudor lo mantuvo y, no habiendo querido exponerlo jamás a las manos ni a las miradas de los médicos, murió al fin por su virtud y su victoria”.
Sin perjuicio del criterio del aludido monje, lo que parece médicamente evidente es que sus alumbramientos, su aborto, su constante cabalgar durante años, recorriendo toda España, sus alojamientos en palacios, en campamentos, en villas, incluso en posadas, pudieron provocarle hinchazones (primero en las piernas), seguidos de edemas y de ulceraciones cutáneas (que sus médicos de cámara atribuyeron principalmente a esos excesos en la equitación). Las complicaciones con edemas generalizados, con una hidropesía o edema de las cavidades orgánicas, hacen pensar en una muerte por endocarditis o por insuficiencia cardíaca.
Fue el 26 de noviembre de 1504 cuando la reina Isabel, la Madre de América, exhaló su último suspiro acompañada de su adorado esposo, médicos reales y sus más próximos colaboradores, entre ellos Beatriz de Bobadilla, precisamente en Medina del Campo, según señalan los documentos hallados por Félix Llanos y Torriglia en el Archivo General de Simancas: “La reina testó, otorgó codicilo y murió en el Palacio de la Plaza de Medina del Campo”.
- LOS DOCUMENTOS TESTAMENTARIOS.
- Testamento.
No hay seguridad en los historiadores acerca de cuándo fue redactado el documento testamentario, puesto que, seguramente, se fue pergeñando con el tiempo en la mente de la reina, incluso desde el preciso instante de comenzar su reinado. Indicio de ello es la mencionada carta a fray Hernando de Talavera donde alude a la muerte, así como a las circunstancias que rodean a todo soberano.
Son nueve hojas de pergamino con la que sirvió de cubierta, escritas y selladas por el notario Gaspar de Gricio, en letra cursiva “cortesana”, trazada con gran primor y delicadeza, al ser consciente de la grandeza del personaje que lo debía firmar.
Fue escriturado notarialmente en la villa de Medina del Campo, como la misma reina afirma; “E porque esto sea firme…, otorgué este testamento …, en la villa de Medina del Campo…YO LA REYNA”.
Llama la atención en nuestros tiempos la existencia de escasísimas abreviaturas, como “mrs”, maravedís, o “Franco”, Fracisco. La razón es evidente y extraña a nuestra actualidad; la legislación castellana prohibía las abreviaturas.
Los numerosos albaceas son designados con carácter solidario y siempre bajo la superior decisión del rey y del cardenal Cisneros, es decir, la justicia y la conciencia.
Los testigos, también numerosos, incluyen desde el obispo Fonseca, hasta Sancho de Paredes, camarero de la reina, pasando por el obispo de Ciudad Rodrigo.
El testamento matriz, después de sacarse dos copias o traslados, debía depositarse en el Monasterio de la Virgen de Guadalupe, mientras las copias lo serían, uno en el monasterio de Santa Isabel de la Alhambra de Granada y el otro, en la Iglesia Catedral de Toledo. Actualmente, el testamento original se conserva en una modesta vitrina en el Archivo de Simancas.
- Codicilo.
La fecha de la signatura del documento testamentario, curiosamente, fue el 12 de octubre de 1504, mientras el Codicilo fue firmado el 23 de noviembre, tres días antes de su muerte. Este ocupa cinco planas, hallándose en la última la firma de la reina y el signo del Notario. Entre la firma de Isabel y la del notario, se hallaba un sello real de la Soberana, sobre cera colorada y cubierto de papel.
- LA CATÓLICA ISABEL
El inicio del documento expresa la ferviente devoción de la reina a la fe católica. “En el nombre de Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas y una esencia divina, Creador y Gobernador Universal del Cielo y de la Tierra…”, tal confesión no puede ser más expresiva de la fe que adornaba el alma de Isabel. Es el arranque de un documento, sin duda, meditado en todas sus partes, al tiempo que surgido de la conciencia de una soberana que, durante toda su vida, fue consciente de que la “gracia de Dios” la había convertido en reina, ni el azar, ni las circunstancias terrenales. Y sigue, acogiéndose a la bondad de la Virgen María, “nuestra señora y abogada”, continúa con el príncipe de la Iglesia, san Miguel, para mencionar al “mensajero celestial” el arcángel san Rafael, proseguir con el “precursor del redentor” san Juan Bautista, y recorrer todos los santos a los cuales se ha ido encomendando y rezando durante toda su vida, san Juan Evangelista, “mi abogado especial”, su hermano Santiago, su “bien amado y especial abogado” san Francisco, y a los confesores san Jerónimo y santo Domingo, para finalizar con María Magdalena, “a quién asimismo yo tengo por mi abogada; porque si es cierto que hemos de morir, es incierto cuando y donde moriremos, por ello debemos vivir y estar preparados como si en cualquier momento hubiésemos de morir”. Último párrafo del cual podría intuirse que fue redactado o meditado mucho antes de las fechas de la redacción del documento, ya que no parece ver la reina próximo su fin.
Prosigue con la afirmación de su realeza “por la gracia de Dios”, con la retahíla de todos sus títulos, desde reina de Castilla, de León, de Aragón, de Sicilia, de Granada…, hasta incluir una referencia al territorio vasco, “señora de Vizcaya”. Es ella, reina y señora, que aun “estando enferma de mi cuerpo de la enfermedad que Dios me quiso dar e sana e libre de mi entendimiento… ordeno esta mi carta de testamento y postrera voluntad queriendo imitar al buen rey Ezequías queriendo disponer de mi casa como si luego la hubiese de dejar”. La dulzura de su declaración no empece la firmeza que fluye de un espíritu y una mente pletóricas de fuerza y amor. Es la mujer la que da paso a la soberana que va a designar a su sucesora, desde la pureza de su conciencia. Una conciencia que encomienda a Jesucristo para dar paso a las instrucciones fúnebres que deben cumplirse después de su muerte. Vestida con el hábito de san Francisco desea ser sepultada en un sepulcro bajo, sin relieve, con una losa plana con las letras esculpidas. Se encomienda a su esposo el Rey, dejando que si Fernando “eligiera sepultura de cualquier otra parte o lugar de mis reynos” se cumpla su voluntad, inhumados en su momento juntos, pues “la pareja que formamos en vida, la formen nuestras almas en el cielo y la representen nuestros cuerpos en el suelo”. Esta es Isabel esposa fiel, amante, dueña de su esencia espiritual, ansiosa de hallarse unida a Fernando incluso más allá del último suspiro.
No desea exequias regias, ni pomposas, sino sencillas para que cuanto se hubiese podido gastar sea destinado a los pobres.
También “quiero y mando que si falleciere fuera de la ciudad de Granada” ― otro indicio de haberse redactado el testamento con anterioridad a los momentos vividos en Medina del Campo ― sea llevado su cuerpo a dicha ciudad y enterrada en el monasterio de san Francisco, en la Alhambra. Y si no se pudiese, por razones indiferentes, sea enterrada en su iglesia toledana, san Juan de los Reyes, e incluso de no poder llevarse a cabo en Toledo que sea en san Antonio de Segovia y, es más, de no ser posible “en el monasterio de san Francisco más cercano al lugar donde falleciera, y que esté allí depositada hasta que se pueda trasladar a la ciudad de Granada”. Este es el mandato a sus albaceas, preciso, sin resquicios para la duda y con plena especificidad de cuál era su voluntad; reposar en Granada. Y en ella, efectivamente, reposa desde 1521 junto a su soberano esposo, en la espléndida Capilla Real, que igualmente acoge a Juana I de Castilla y a su esposo Felipe, junto al pequeño príncipe Miguel, nieto de la reina e hijo de Isabel y Manuel el Afortunado de Portugal.
En tal forma finalizan sus instrucciones y mandatos fúnebres para adentrarse el documento en las preocupaciones y mandas pías. Atención de vestimenta de pobres, dos millones de maravedís para doncellas menesterosas casaderas o que deseen “entrar en religión”. “Item, mando que dentro del año que yo falleciere sean redimidos dozientos captivos de los necesitados”, confiando en que Dios le conceda “jubileo e remisión de todos mis pecados e culpas”. Y, como menciona el profesor Luis Suárez, ello no era suficiente para la tranquilidad de la reina, quién manda que, después de cubiertas todas sus deudas,“ se digan por mi anima veinte mil misas”, dejando a sus albaceas la decisión del lugar o lugares. Isabel es plenamente consciente del peligro que tiene todo poderoso a la hora de llegar a su personal juicio, de ahí que solicite la impetración de tanto santo y la celebración de tantas exequias. Muchas misas son, sin embargo, para los Austrias mayores o debían considerarse pocas o bien se estimaban más pecadores ya que en sus respectivos testamentos encargan treinta mil misas.
Fernando, su nieto, también es objeto del recuerdo de la soberana, dotándole con do cuentos de maravedís “…fasta que se acabe de criar…”.
Limosnas a la catedral de Toledo y para Nuestra Señora de Guadalupe.
Mención y reconocimiento especial para Beatriz de Bobadilla, para su esposo el marqués de Moya, Andrés de Cabrera, para Gonzalo Chacón, para Antonio de Fonseca…, para todos quienes la ayudaron a “recobrar y acceder a la corona”. Es la mujer generosa que sabe reconocer, en el último momento de su reinado, a todos sus buenos súbditos su dedicación y lealtad.
- LA SOBERANA ISABEL
Ha llegado el momento de asumir el último gesto real “por la gracia de Dios”, y, con total decisión así lo cumple la real soberana; “…conformándome con lo que debo y estoy obligada por derecho a hacer, ordeno, establezco e instituyo heredera universal de todos mis reinos, tierras y señoríos y de todos mis bienes a la ilustrísima princesa doña Juana, archiduquesa de Austria, duquesa de Borgoña, mi querida y muy amada hija primogénita, heredera y sucesora legítima de mis reinos, tierras y señoríos y, que a mi muerte se intitule reina…”.
Subyace en todo el siguiente párrafo testamentario una dolorosa duda en cuanto al comportamiento de su “hijo Felipe”. La soberana es consciente de las diferencias que separan al Príncipe flamenco de las costumbres, fueros y leyes castellanas. De ahí que, con total claridad, sin amago alguno en las letras “…ordeno y mando que de aquí en adelante no se conceda alcaldías, ni tenencias, castillos, fortalezas, ni jurisdicciones, ni oficios de justicia, ni oficios de ciudades ni de villas, ni oficios de hacienda, los de la casa y corte a persona alguna o personas que no sean naturales de estos reinos y que los oficiales ante los que los naturales de estas tierras tengan que presentarse por cualquier asunto relacionado con estas tierras, sean habitantes de estos territorios…”. Es decir, la soberana castellana concede mandato expreso de anteponer a los “habitantes” de sus tierras a foráneos o extranjeros que pudiesen venir de la mano de su yerno Felipe. Defiende con todo tesón su patria castellana y a sus hombres y mujeres, anteponiéndolos a ser gobernados, en cualquier nivel, por sus naturales a quienes ruega tengan el aprecio y estima a su sucesora y esposo que le han profesado a ella. No se trata de un ruego, sino una “orden” que les da a sus súbditos de amar a Juana y Felipe, a semejanza de a ella y al Rey, “mi señor”.
Salvada expresamente la incertidumbre, Isabel no tiene empacho alguno en enfrentarse a otro dilema que la conducta de Juana le viene anunciando; su capacidad para reinar en sus tierras. Y a fin de dejar meridianamente expresada su voluntad, deja fijadas todas las posibles circunstancias que rodeen a Juana, la futura reina. Si no se hallase en Castilla, o estando no pudiese o no quisiese gobernarla, “siguiendo lo acordado en las Cortes de Toledo de 1502 y de Madrid y Alcalá de Henares de 1503”, Isabel encomienda al Rey, su señor, quien rija, gobierne y administre sus reinos y señoríos por la mencionada princesa, su hija. Es decir, expresa su voluntad acumulando a ella los acuerdos cortesanos, que es tanto como expresar el acogimiento de esa decisión a las leyes castellanas. Su respeto a la ley es evidente, y hace uso de ella por el bien de sus reinos y señoríos. Es más, no es solamente una decisión puramente de esposa, sino plena de sabiduría de gobierno. “…teniendo en cuenta la grandeza y excelente nobleza y virtudes del rey, mi señor, y la gran experiencia que tiene en el gobierno de los reinos…”.
Resulta excelso el empeño de la soberana en dejar asegurado su reino personal y la unidad de todas las tierras que se acumularon con su matrimonio con Fernando. No desea dejar resquicio alguno por el cual pueda introducirse la desavenencia, la desunión, en las tierras de su gobierno. Así, reiterando las circunstancias que puedan rodear a su hija, lejanía de Castilla, incapacidad o rechazo al gobierno por su parte, convierte al Rey, su señor, en regente de la princesa, de la reina Juana, hasta que el “infante Carlos, mi nieto, hijo primogénito y heredero de los dichos príncipe y princesa, haya cumplido los veinte años”. Es una súplica que emerge del documento hacia su señor, estando, al mismo tiempo, convencida de que aceptará “gobernar y regir mis reinos y señoríos”. Hasta el último instante la unión real surge del corazón y el alma de Isabel, es la firmeza de su amor hacia el rey y de su entrega a la sagrada función de reina, por la gracia de Dios.
Amor que reclama para su hija y marido, a semejanza del que ha perdurado durante todo el matrimonio con Fernando, con la “unión y concordia” que ha adornado igualmente la convivencia entre ambos monarcas. Todo es delicadeza en Isabel, todo es dulzura a la hora de solicitar la comprensión de Juana, como futura reina, al tiempo que un anticipo a los posibles problemas tanto de su capacidad como los provenientes de su esposo Felipe. Les ruega que amen al rey Fernando, que le obedezcan y le consideren con “toda reverencia”, como buenos hijos, siguiendo sus mandatos y consejos tal “parezca que yo no hago falta y que estoy viva…”.
Y más allá alcanza aún su preocupación por sus reinos, al fijar como sucesor de la reina Juana a su nieto, Carlos. Nieto que obtendrá la corona de toda España y su imperio antes de llegar a esos veinte años señalados como plazo por Isabel, es decir, exactamente a los dieciséis.
El testamento se cierra con el nombramiento de albaceas y ejecutores, mencionando especialmente al Rey, mi señor, “porque por el gran amor que a su Señoría le tengo y me tiene, será más pronto ejecutado…” . Hasta el último reglón de su testamento llega la mención al amor hacia su señor esposo.
Será en el testamento de Fernando cuando este vuelque sus elogios hacia su muy amada esposa, según recoge Luis Suárez en su obra “Isabel la Católica”;
“Una de las mayores mercedes que había recibido de los cielos, proclama Fernando, había sido haber tenido a tal mujer;..avernos dado por mujer e compañía la serenisyma señora Reyna doña Ysabel, nuestra muy cara e muy amada mujer, que en gloria sea…”. Para proseguir; Y amava e alava(ba) tanto nuestra vida, salud e honra, que nos obligava a querere amarla sobre todas las cosas deste mundo”.
6. EL CODICILO. LAS INDIAS.
El 23 de noviembre, es decir, tres días antes de su fallecimiento, la reina Isabel firmó y rubricó un documento, “que quiero que vala como codicilo… o por cualquier mi última voluntad…”, en el cual se contiene su expresa voluntad de reforma de las Órdenes Religiosas y su preocupación por sus súbditos de “las islas y tierra firme”, descubiertas y por descubrir.
Dejada perfectamente explicitada su sucesión, conformado su deseo de concordia y amor entre sus hijos, Juana y Felipe, así como con el rey, su señor, esa su última voluntad llena unas lagunas no cubiertas en su testamento.
Una disposición en el documento expresa con toda claridad la preocupación de la Reina por la impartición de la justicia. A tal fin, sin que ni las Partidas, ni el Fuero Real, ni el Ordenamiento de Alcalá viniesen a significar un cuerpo jurídico uniforme y general, la Reina da encargo al Rey y a los Príncipes sus sucesores, de formar una junta de letrados y jurisconsultos, sabios y documentados, para que formasen “una recopilación de todas las leyes pragmáticas del Reyno y las redujeran a un solo cuerpo donde estuvieren más breve y compendiosamente compiladas, ordenadamente por sus títulos, por manera que con menos trabajo se puedan ordenar e saber”. Nos hallamos, pues, ante el impulso a las futuras Ordenanzas reales de Castilla, obra de Alfonso Díaz de Montalvo, quién, en menos de cuatro años, cumplió con el encargo de la soberana, siendo, probablemente, una de las primeras obras impresas con letras de molde en la ciudad de Zamora el año 1508. Es una expresión más de otro encargo real hecho, en este caso, “por amor a la justicia”, según confiesa el mismo Montalvo.
Después de ordenar una revisión de todas las reformas en conventos y monasterios de religiosas y religiosos, con motivo de los escándalos que se han ido denunciando, el Codicilo dedica sus últimos apartados a la cuestión de las tierras descubiertas y sus moradores.
Isabel reafirma la verdadera intención del Descubrimiento, lograda la concesión por la Santa Sede Apostólica de las “Yslas e Tierra Firme del Mar Océano” descubiertas o por descubrir, intención que no era otra si “inducir e traer los pueblos d’ellas e les convertir a nuestra sancta fe cathólica”. Esa fue la razón, explica Isabel, de mandar a aquellas lejanas tierras religiosos y clérigos para instruirlos en la fe católica. Adornando dicha instrucción con la enseñanza de buenas costumbres y buenos hábitos. Y en tal forma deben conducirse su sucesora y su esposo, dejándolo expresamente establecido; “…e que este sea su principal fin, e que en ello pongan mucho diligencia, e que no consientan nin den lugar que los indios, vecinos e moradores de las dichas Yndias e Tierra Firme, ganadas o por ganar, reciban agravio alguno en sus personas ni bienes, más manden que sean bien e justamente tratados, e si algun agravio han recebido lo remedien…”.
Es de nuevo el profesor Suárez quien recoge en la obra citada; “Y es que la Reina, hasta en sus últimos momentos, siente la responsabilidad que tiene ante la Justicia. Debe ser y seguir siendo hasta la última hora una Reina justa, también con sus nuevos vasallos”.
El final del documento no podía estar alejado del temor de Dios, y por ello, “mando, que se digan veintemill misas de réquiem por las ánimas de todos aquellos que son muertos en mi servicio, las cuales se digan en iglesias e monasterios observantes, onde mis les paresciere que más devotamente se dirán, e den para ello la limosna que bien visto les fuere”.
El alma de Isabel, la preocupación por sus leales, las correspondencia al sacrificio en beneficio de la corona isabelina impregna todo el documento redactado, firmado y sellado a las puertas de la muerte. Isabel, hasta el último instante de su vida fue madre, esposa, reina y cristiana volcado en todos los suyos, familiares y súbditos, conocidos y desconocidos, actuales o futuros.
Para don Francisco Mercado y de Miguel, el Codicilo, con sus cinco planas, y la firma de “YO LA REYNA” en la última, es “una confesión jurídica, con propósito de enmienda, para descarga de su conciencia” Y prosigue; “Religión, justicia, espíritu de caridad forman el sistema nervioso de las cláusulas del Codicilo y de las del Testamento de la Reina”. Para él, no son literatura sino “santidad”.
La Positio, a modo de conclusión, recoge un hecho conmovedor: la presencia de un caballero con aspecto y acento extranjero, quién hallándose en la Sección de Manuscritos de la Biblioteca Nacional de Madrid, después de rogar a su Director, don Cayetano Rosell, la exhibición del “Codesilo de la Reyna Católica”, a la vista de la firma real, dirigió la siguientes súplica; “Señor Director, ¿Me permitís que la bese?”. Hecho ello con total veneración, con idéntica devoción la retorno, tal como si hubiese profanado el pergamino. Así lo relata Juan de Dios de la Rada en la revista “El Centenario” en 1892.
Resta un documento, un tercer documento, que, sin contener disposición testamentaria, refleja los pensamiento íntimos de Isabel; el poema dedicado por entero a la Agonía del Señor en Getsemani, encargado por la Reina a fray Ambrosio Montesinos. ”Por mandato de la Reyna Isabel estando su Alteza en el fin de su enfermedad”. Las rogativas, las procesiones, las plegarias del pueblo en pro de la salud de la reina no cesaban, hasta el momento en que, Isabel, consciente de su final, rogó que no dirigiesen sus plegarias sino a la salvación de su alma. “Y esto dicho rescibió muy devotamente los sacramentos de la Iglesia como muy Catholica Cristiana”.
Es Pedro Mártir de Anglería en su Opus Epistolarum de 1670, quien nos lega este final: ”Sobrepasando toda grandeza humana, vivió de tal modo que no es posible que muera; con la muerte terminará su mortalidad, pero no morirá… dejará al mundo adornado de forma imperecedera y ella, a su vez, en la presencia de Dios vivirá una vida inacabable en los cielos”.
29 de julio 2021
Francisco Gilet
Bibliografía
Guillermo Arquero, Isabel de Castilla: la conciencia de una reina.
San Antonio de Florencia “Suma Theologica en quattuor partes distribuita”.
Luis Suárez, Isabel I Reina.
Hernando del Pulgar, Crónica de los Reyes Católicos.
F. de Mercado y de Miguel, Isabel, reina de España y Madre de América.
Luis Suárez, Historia de España.
Luis Suárez, Isabel la Católica
Positio del proceso de beatificación de la Reina, Capitulo XXIV
José Maria Zavala, Isabel íntima.
Vicente Rodriguez Valencia, Perfil moral de Isabel la Católica.
Salve María. Gloria a la Santísima Trinidad por la Gloria de toda la Corte Angelica, Celestial y El Reino de Dios en la Tierra , como en El Cielo.
La justa e innegable y Victoriosa Beatificación de Isabel La Católica..
Lo pedimos que se Realice cada ves se Celebre una Misa Católica en El Mundo.
Como herencia del Nuevo Continente.
Además de Celebrar todos los “ Los Dones de Santidad de Isabel La Católica .Reconocer ha sido el Segundo Acto en Defensa de los Derechos Humanos y de Lesa humanidad
En el Mundo; confiando la protección de los Indios ,su formación Cristiana y Civilidad
De su Rasa Humana ( ”. Moisés “ pueblo esclavo de Egipto )
Confieso También haber recibido la Gracia de Dios y El Inmaculado Corazón de la Virgen. Con El Ejemplo de su Fe . su actuación a favor ; de Cristobal Colón. Desprendiéndose de las Joyas para Iniciar el Encuentro del Nuevo Mundo.
Siguiendo su ejemplo con mi Maestro Profesor Enrique Cheli Pedraza ( Ministro de la Eucaristía. Preparamos a cientos de Miles de personas, en Venezuela y Latinoamérica,
Dentro de la Doctrina Social de la Iglesia. Y las Ciencias sociales de la Interdisciplinariedades, para Afrontar, Convatir y vencer las Políticas Anticristianas y de Bien Común. Contra la Humanidad ).
Hoy somos También como La Sierva de Dios, Y Beata “ camino a la Santidad. Isabel La Católica Defensores Del, Reino de Dios en LaTierra , como en El Cielo.
Fiat Voluntas Tua.