Fue a mediados del siglo XIV cuando Enrique III de Castilla creó la figura, a la que dotó de representación real para los grandes municipios, con jurisdicción sobre los territorios de su entorno al objeto de someter al control real las administraciones locales que actuaban al margen de los intereses de la Corona y en beneficio de oligarquías locales, por lo general nobles levantiscos. Pero el Corregidor no era nombrado por el Rey, sino por el Consejo de Castilla, órgano de gobierno que podemos reconocer como antecedente del actual Tribunal Supremo.
El corregidor era así un delegado real que tenía presencia en las más importantes ciudades de la Corona de Castilla primero, y desde las reformas borbónicas del siglo XVIII, también en la Corona de Aragón.
Y acabó siendo una figura de esencial importancia en las Españas, ya que también se trasladó a América, escribiendo la historia municipal de medio mundo. En América, tuvo un desarrollo acorde con el territorio, y sin diferencias estructurales con la Península, llegando a contabilizarse doce corregimientos en la Nueva España y otros doce en el Perú.
La representatividad del Corregidor se concretaba en que actuaba como juez, aunque en realidad era mucho más, ya que tenía competencias en cuestiones militares, policiales, de salud pública, económicas y hasta de moralidad.
Pero si la aparición de la figura la encontramos en el siglo XIV, no encontrará perfecto desarrollo, sino en el reinado de los Reyes Católicos, cuando recibió su principal impulso en 1480 con la creación de un régimen jurídico y administrativo común al frente del cual se pondrían autoridades nombradas por la corona que mantuvo la institución en candelero hasta su desaparición en 1835.
Y es que antes de 1480, la instauración del Corregidor en una demarcación no se producía sino ante la existencia de una situación extrema.
Fue justamente en 1480 cuando se puede decir que fue reinventada la figura, actualizadas sus competencias y sometida la misma a control de la Corona, que lo ejercitaría al someter los titulares a juicio de residencia una vez finalizado su mandato. Una institución que duró 355 años, tiempo en que la figura del Corregidor era esencial en la vida municipal. En ella presidía los ayuntamientos, administraba justicia en primera instancia y se ocupaba de que los abastos, el orden público, la limpieza, los hospitales, los asilos de niños abandonados, las escuelas, los transportes o las finanzas funcionasen dentro del orden que de ellos se esperaba.
El oficio de Corregidor, que si en principio estaba encarnado en hombres de armas, era jurista desde la revitalización de los Reyes Católicos, tenía la responsabilidad de escuchar las demandas vecinales y de cortar todo atisbo de corrupción, atendiendo en igualdad de condiciones a todos los miembros de la sociedad.
Estamos hablando de personas que, además de poseer formación jurídica, debían poseer una amplia formación dado el ámbito de su competencia, que como hemos señalado, abarcaba la práctica totalidad de las responsabilidades que en el siglo XIX pasaron a ser competencia de las diputaciones provinciales, y es que el Corregidor era quién co-regía con los regidores municipales y quién co-regía los errores de gobierno de los ayuntamientos
Y la ubicación física la debía tener en la principal ciudad de su corregimiento, en la que asumía las funciones de alcalde, compaginando estas funciones con la de control sobre el resto de poblaciones de su jurisdicción.
Y como garantía de actuación, a la toma de posesión estaba obligado a pagar fianzas que cubrirían las posibles responsabilidades civiles en que pudiese incurrido. Hemos visto que ejercía de alcalde… y de presidente de diputación (figura inexistente en esos momentos), y hemos señalado que ejercía de juez, campo en el que atendía la jurisdicción civil y criminal. Muchas atribuciones que tratándose de personas, daban ocasión a situaciones de corrupción que, a lo que se ve por los hechos nunca fueron ni comunes ni de envergadura. Bien al contrario, los corregidores, por lo general, fueron muestra de corrección e integridad.
De hecho, el corregidor precisaba de la colaboración de un equipo jurídico y administrativo y de unos medios coercitivos, y esa situación es la que hizo que, si en principio el cargo era asignado a nobles y gente de armas, las Cortes de 1480 hiciesen recaer el mismo en gente de leyes, con formación hacendística y capacidad organizativa; personas con capacidad para dirigir y con capacidad de conocer el territorio de su jurisdicción, sus gentes y sus problemas, con capacidad para detectar los abusos; algo que trece años después de la reforma, en 1493, llevó a determinar que los corregidores debían haber estudiado diez años de leyes en la Universidad, siendo que jamás fue un cargo al que se tuviese acceso por sucesión o por compra.
La multiplicidad de funciones hizo nacer la figura de teniente de corregidor, que era designado por el propio corregidor, y que atendía las mismas cuestiones que dependían del corregidor, y como consecuencia se trataba de una persona con una cualificación profesional del mismo nivel que la del Corregidor.
En la figura del Corregidor, como se puede colegir de lo apuntado hasta el momento, confluía una diversidad de funciones de alta responsabilidad que ineludiblemente debía dar lugar a la creación de estamentos independientes que atendiesen cada una de las cuestiones, pero en su conjunto, y durante tres siglos, desarrolló una labor que se presenta como encomiable. Gracias a su presencia se contuvo a las oligarquías locales y se expandió en la población un espíritu de justicia que en todo resultaba benéfico para el conjunto de la población.
La evolución social, el incremento de funciones y el desarrollo de la historia desembocaron en un siglo XVIII en cuyo ecuador fueron relevados los Corregidores de las funciones militares y de las hacendísticas, y en 1834, con el estado liberal desaparecieron totalmente los corregimientos al ser suprimido el Consejo de Castilla, siendo traspasadas sus competencias jurisdiccionales a los jueces y la gestión de gobierno a los gobernadores civiles.
Cesáreo Jarabo