Faltaban pocos meses para que llegase agosto de 1170, cuando peregrinó a Silos Juana de Aza, dama principal de la vecina Caleruega. Encinta se aproximó a la tumba de Domingo de Silos, en la cripta románica de su monasterio. Allí, de rodillas, le pidió al santo tener un buen embarazo y un feliz parto. Efectivamente el 8 de agosto de dicho año la noble dama dio a luz un varón al que bautizó como Domingo en honor al monje abad que fue del monasterio, antes dedicado a San Sebastián de Silos y luego a santo Domingo de Silos, con cuya dedicación perdura hasta nuestros días.
Domingo de Silos habia nacido en Cañas, La Rioja, el año 1000, siendo hacía el año 30 ordenado sacerdote para, desde 1031 hasta 1033, llevar una vida eremita. En 1033 como monje benedictino entró en el monasterio de san Millán de la Cogolla. Estudioso y aplicado, devoto y piadoso, llegó a ser prior de dicho convento para toparse con el rey de Navarra García Sánchez III.
Era el joven monarca hermoso de cuerpo, de distinguidas maneras y nobles cualidades morales. Inteligente, generoso e intrépido, Gonzalo de Berceo le llama un firme caballero, noble campeador que venció a los moros en fuertes batallas. Pero educado con mimos, ensombrecían su alma la ira, la ambición y el orgullo. Pródigo a veces con los monasterios e iglesias, luego, cuando se veía apurado por necesidades de la guerra, no respetaba ni derechos sagrados ni sus propias donaciones. Por allá el año 1040, exhausto su tesoro por las prolongadas fiestas de la boda y riquísima dote señalada a su esposa Estefanía, y creyendo que el nuevo abad, su amigo don Gomesano, le apoyaría en sus pretensiones, se dirigió al monasterio exigiendo de la comunidad una fuerte suma por sus pretendidos derechos reales. Entonces tuvo lugar una escena de dramático interés y que reveló toda la grandeza del alma de Domingo. Según la tradición, esta vez, en lugar de razones, que no quería. escuchar don García, el Santo reunió en el altar mayor las más preciosas alhajas de oro y plata que poseía el monasterio y las puso junto a la urna que contenía los sagrados restos de san Millán. Acompañó al rey a la iglesia y con la serenidad y entereza de siempre, le dijo: “Señor, he aquí los tesoros de la casa; si te atreves a quitárselos a Dios y al glorioso Patrón de tu familia, llévatelos; pero conste que ellos son sus legítimos dueños”. El monarca bajó la cabeza, pero se guardó su respuesta.
El rey exigió del abad don Gomesano una resolución que salvaguardase su dignidad. El resultado no fue, sino que, para disimular, nombró a Domingo prior de una dependencia casi deshabitada.
Con inmensa pena de los monjes que veían en él la columna de la observancia y el padre y modelo que sus almas ansiaban, salió Domingo del monasterio de San Millán en dirección al mísero priorato de san Cristóbal, también conocido como Tres Celdas. Comenzando 1041, Domingo tomó la decisión de solicitar licencia de su abad en san Millán para abandonar el priorato y el reino de Navarra. Le fue concedida licencia y, según su biógrafo Gonzalo de Berceo, se encaminó hacia Burgos, “bebiendo aguas frías, su blaguiello fincando, hasta que llegó a la corte del buen rey don Fernando”. Iba solo, pero con una gran compañía, su fama y nombre gloriosos, de ahí que, a su llegada a Burgos tuviese un recibimiento brillante por parte del mismo rey, el obispo, nobles y el pueblo entero. El saludo del buen rey Fernando I es un buen reflejo de todo ello: “Prior, dixo el rey, bien seades venido, de voluntad me place que os he conocido”. La respuesta de Domingo fue solicitar del rey autorización para retirarse a una ermita que pertenecía al monasterio de san Millán, sirviendo en ella a la Virgen María. El rey condescendió, pero por poco tiempo.
En los principios del año 1041 el monasterio llamado de san Sebastián de Silos estaba casi abandonado, con un pasado glorioso completamente olvidado. El escaso número de monjes “eran éstos bien pobres de saya y de mantos; cuando habían comido fincaban no muy hartos”. Hacia allí le encaminaron los deseos del rey Fernando; encomendar a Domingo la abadía del dicho monasterio. Una mañana del invierno de tal año, una comitiva integrada por el mismísimo rey, con el obispo de Burgos, acompañó al nuevo abad de Silos a fin de darle posesión del monasterio. Cuando el séquito llegó a las puertas de la abadía, los monjes se hallaban cantando la Misa que celebraba el piadoso monje Liciniano. Terminado el evangelio, el sacerdote se volvió a los fieles, y movido de cierta inspiración celestial, en vez de saludarlos con la fórmula acostumbrada, exclamó lleno de gozo: “Ecce reparator venit”: Aquí llega el restaurador. Los monjes, sin darse cuenta, llevados del mismo espíritu, contestaron: “Et Dominus missit eum”: y el Señor nos le ha enviado. Y, efectivamente, en aquel momento santo Domingo penetraba en la iglesia con todo su acompañamiento.
Apagados los ruidos de los festejos de su toma de posesión, el Santo se encontró con las espinas de la realidad. Al recorrer el monasterio que se le había confiado, vio los pobres edificios casi en ruinas, la iglesia desmantelada, sembradas por todas partes la desolación y la dejadez. Se enfrascó en la tarea de levantar el monasterio y elevar el tono espiritual de los monjes. Su ingente labor tuvo momentos de gran turbación, como cuando, asolada Castilla de una hambruna, como toda Europa, los monjes le presentaron el dilema; «Confiados en tu providencia, nos juntamos aquí para servir a Dios, y ahora vemos que sólo nos resta perecer de hambre en el monasterio, o volver al mundo con peligro de nuestras almas; ¿qué hacemos?”. El Santo oyó en silencio la queja de sus monjes y el dolor traspasó su corazón; por no darles más pena, no les echó en cara su falta de confianza en Dios. Levantó sus ojos al cielo llenos de lágrimas y con ferviente oración pidió al Señor que sustenta las aves del cielo se apiadase de su pequeña grey para que no se dispersase y se perdiese. Y viendo una palomita que alegre escarbaba buscando su sustento, añadió: «Señor, creador de la vida, todo lo que vive te alaba a su manera, te bendice y te ama. Bendícenos a todos los que estamos aquí para que todos perseveremos.»
Apenas había acabado su oración, en el instante mismo de salir del templo, llegó a las puertas de la abadía un mensajero del rey don Fernando.
Bajó Domingo con sus monjes y éstos quedaron admirados al escuchar de labios del recién llegado : «El señor rey os saluda, y sabiendo la necesidad que padecéis, con toda urgencia me ha enviado a fin de que vosotros remitáis a su intendente las acémilas necesarias para el acarreo de sesenta cuartillas de grano.»
Maravillados de la prontitud con que el Señor respondía a las oraciones de su siervo, llenaronse los religiosos de vergüenza por su desacato y falta de fe y le pidieron perdón humildemente. El Santo se lo dio generoso y con blandas palabras los exhortó y consoló del dolor de su pecado.
Como éste muchos son los relatos y hechos que jalonan la vida de Domingo. Si su oración era un ejemplo para todos los monjes, su labor y trabajos en la restauración del monasterio fue encomiable. La ayuda del rey Fernando fue especial. Conseguida la victoria en la batalla de Lamego (1057), concedió a Silos una parte de los moros cautivos, maestros canteros, con alma de artista que dejaron grabados en los capiteles del claustro las filigranas que hoy reciben miles de visitantes. Es en su centro donde se levanta el famoso ciprés de Silos, al cual Gerardo Diego le dedicó un inspirado poema.
Mástil de soledad, prodigio isleño,
flecha de fe, saeta de esperanza.
Hoy llegó a ti, riberas del Arlanza,
peregrina al azar, mi alma sin dueño.
Si la madre del futuro santo Domingo de Guzmán, fundador de la orden de Predicadores, fue a la tumba del abad de Silos, no era sido fruto de su fama milagrero. Y lo fue y sigue siendo. Fallecido en Silos el viernes 20 de diciembre de 1073, fue enterrado primero en la cripta románica del monasterio, para ser trasladados años más tarde sus restos al claustro, en donde se encuentra la lápida de su tumba, y luego a su actual ubicación en una capilla lateral del monasterio. Su báculo de avellano se halla en la capilla de las reliquias junto a cientos de ellas, entre las cuales se puede contemplar y tocar el cuerpo incorrupto del también abad beato Rodrigo de Silos, asi como un hueso de san Benito.
Muchos fueron los enfermos, ciegos, cojos y lisiados a quienes Domingo curó durante su vida por medio de la oración y, sobre todo, por la celebración de la santa Misa, que era su recurso predilecto. Recogemos algunos relatos.
“Tenía el monasterio un criado llamado Juan, activo y fiel, a quien Santo Domingo amaba con particular afecto. Desde la ventana de su celda le veía el abad un día y otro salir con la yunta a su trabajo. Pero pasaron unos cuantos sin que el Santo le viese por ninguna parte, e ignorando la causa, le mandó llamar, como padre que se interesa por el bien de los suyos. “¿Qué te ha ocurrido ― le pregunta ―, estás triste o enfermo?” El criado se calla, pero saca del seno una mano horriblemente llagada por un maligno tumor. El roce de las vestiduras al sacar la mano arrancó un quejido al paciente. Condolido de la pena de su criado, con paternal afecto le dice el Santo: “No te apures; confía en la misericordia de Dios; pero no pongas tu esperanza en ningún hombre, ¿me entiendes?, en ninguno. Anda, vete tranquilo al trabajo y verás cómo sanas”. Cuando Juan se hubo retirado, el abad llamó a varios monjes y se dirigió con ellos a la iglesia, donde celebró la santa Misa por el enfermo. Terminada ésta, el Santo va en busca del criado, pero ya venía el buen Juan a su encuentro alborozado y mostrando a todos su mano limpia y sana: el tumor había desaparecido como por encanto, sin quedar rastro de sus desgarraduras. Los monjes no se admiraron mucho del prodigio, pues casi a diario veían operarse, por intercesión de su abad, casos semejantes”.
Otro caso curioso y que nos revela el don de profecía y donaire del Santo es el de aquellos falsos mendigos que se quisieron aprovechar de la conocida e inagotable caridad de Domingo. Para moverle a compasión, se despojaron de sus buenos vestidos, los escondieron en la calleja detrás de la iglesia de San Pedro y, con pobres harapos, se presentaron al abad pidiéndole limosna. El Santo, que había visto en espíritu su intención y lo que habían hecho, al verlos, apenas si pudo contener la risa. Con buenas palabras les dijo que trataría de remediar su miseria, y, por primera providencia, los mandó sentar a la mesa. Entretanto, despachó a un monje en busca de dichos envoltorios al lugar señalado, y con candorosa y algún tanto burlona sonrisa, les fue entregando a cada uno su hatillo. Al salir a la calle se dieron cuenta de su chasco.
Por último, el protector contra la rabia, insectos, mujeres gestantes, pastores, también hizo gran labor en la redención de cautivos.
“Entre aquella turba de miserias y dolores humanos, que casi a diario se presentaban en el monasterio de Silos pidiendo al Santo el remedio de sus necesidades, se presentó un día. una familia de Soto y contaron al abad cómo un hijo suyo, llamado también Domingo, había caído en manos de los sarracenos y llevaba ya mucho tiempo sufriendo los horrores de las prisiones. Condolidos de su situación, los parientes y amigos vendieron sus cortos haberes para alcanzar su rescate, y no pudieron reunir la suma señalada; y ahora acudían a él, como a Padre de bondad conocida, para que los ayudase en tan grave necesidad. El relato de tan honda tragedia conmovió el corazón de Domingo:
El Padre piadoso empezó de llorar;
amigos, diz, daría si toviesse que dar
Mas, como no tenía dineros, les prometió interesar en sus oraciones al que todo lo puede, para que amparase a su hijo. Y mientras celebraba la Misa al día siguiente, el cristiano cautivo, en tierra de moros, sintió que sus grilletes se abrían y, con cautela, salió de su prisión sin ser notado por los guardianes sarracenos. Llegó felizmente a su casa, con los hierros, y, habiendo acudido al monasterio, comprendieron que la asombrosa liberación se debía al santo abad de Silos. Y al contar detalles de todo lo acontecido al cautivo Domingo, comprobaron que se había liberado en el mismo momento en que el abad ofrecía la misa por él”.
En la actualidad, todo aquel que visita el monasterio de santo Domingo de Silos, podrá múltiples grilletes que, colgados, adornan las paredes de alguna capilla, reliquias son de la redención de cautivos fruto de las oraciones del santo abad, de escasa estatura, 1,55 metros, pero de inmensa altura y grandeza espiritual.
De todo lo anterior, y más que se deja en el tintero, no resulta extraño que Gonzalo de Berceo llame a Santo Domingo repetidas veces Redentor de Cautivos, Patrón y Lumen de las Españas, Padre de Castilla, Adalid de las Buenas Justicias y otros epítetos semejantes; ni que los biógrafos del siglo XVII le apelliden Moisés Segundo; ya que, como el del Antiguo Testamento, sacó millares de cristianos de las mazmorras musulmanas.
Francisco Gilet