Juego de Tronos en el Reino de León

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Sancho I el Graso

En el siglo X, en el reino de León se produjo un auténtico juego de tronos, una sucesión de derrocamientos y entronizaciones, en las que el rey Sancho I, más conocido por su apelativo de “el Graso” o “el Gordo” fue el protagonista. Así es, la monstruosa gordura de Sancho fue la causa de su destronamiento, tras lo cual, se sometió a una terrible “dieta milagro”, que le llevó a perder la mitad de sus 240 kilos y poder recuperar su corona.

Pero empecemos por el principio. Sancho, nacido en 935, era hijo de Ramiro II y su segunda esposa, Urraca Sánchez. En el siglo X, la Península Ibérica estaba dividida en los reinos de Asturias-León, Navarra y Aragón, el Condado de Castilla y el Califato de Córdoba. Éste último, gobernado con mano de hierro por Abderramán III, se enfrentaba exitosamente a los cristianos.

Con todo, Ramiro II no lo hizo mal. Consiguió evitar las disensiones entre las regiones de Asturias, León y Galicia; impulsó la repoblación en el valle del Duero y pudo frenar las ambiciones expansionistas de Abderramán III.

Sancho, sin embargo, no estaba llamado a ocupar el trono de su padre. A la muerte de éste, en 951, le sucede su primogénito, Ordoño, que sería el tercero de su nombre. El reino entra entonces en crisis, fundamentalmente por las disputas entre los condes leoneses, que verán encumbrarse en cambio a los nobles castellanos y navarros. Coincide este periodo, además, con el ascenso de la estrella de Abderramán III, que llegó a ocupar Nájera, en la Rioja. La realidad es que se detuvo la Reconquista por parte de los leoneses.

Pese a lo delicado de la situación para el reino asturleonés, Sancho ambicionaba el trono, algo frecuente en todos los procesos sucesorios de la época. Sin embargo, no tenía fácil arrebatar el cetro a su hermano. Por su obesidad, que hoy llamaríamos mórbida, apenas podía caminar, ni por supuesto montar a caballo o tan siquiera empuñar una espada. Sin embargo, la suerte vino en su ayuda con la muerte prematura, algunos sospechan que en extrañas circunstancias, de su hermano, en 956.

De esta forma, Sancho fue coronado rey, pero la alegría había de durarle poco. Aparte del descrédito entre sus súbditos por su obesidad, cometió la torpeza de enemistarse con su tío, el poderoso Conde de Castilla Fernán González, quien alentó la animosidad de los leoneses contra su nuevo monarca advirtiendo que su obesidad le impediría yacer con mujer y, por tanto, continuar la dinastía.

¿Cómo llegó Sancho a pesar 240 kilos, en una época en que la austeridad era obligada para casi todos en su reino? Ciertamente no fue así en la Corte en la que se crió, rodeado de un ambiente de grandes festines. Se dice que nuestro protagonista llegaba a realizar hasta siete comidas diarias, con abundancia de carne de caza, es decir, con muchísimas más calorías de las que necesitaba, y naturalmente, todo ello regado con abundante vino.

Sancho I el Graso es expulsado del trono, en 958, tras la rebelión alentada por el Conde Fernán González, y sustituido por su primo Ordoño IV “el Malo”. Corre a buscar refugio y el único lugar donde puede encontrarlo es Navarra, con su abuela la Reina Toda, una navarra de 80 años de armas tomar. Y lo primero que decide la buena señora es que su nieto tiene que perder esos “kilitos de más”, para poder combatir e infundir respeto a sus súbditos y enemigos.

Toda pide ayuda a Abderramán III, prometiéndole una alianza entre Navarra y Córdoba. El califa manda a uno de sus más afamados sanadores, el judío Hasday Ben Shaprut, natural de Andalucía, para evaluar al paciente, pero el precio no habría de ser barato, pues Toda se comprometía a entregarle diez fortalezas.

Shaprut era un destacado médico y diplomático judío en la corte de Abderramán III y Al Hakam II. Dominaba el árabe, latín, hebreo y romance y tradujo al árabe la obra botánica de Dioscórides. Actuó de consejero del califa y participó en las relaciones con las embajadas de otros gobiernos, demostrando en todas las ocasiones gran habilidad y sutileza.

El diagnóstico fue que había que trasladar a Sancho a Córdoba, para poder someterle a una drástica cura de adelgazamiento. Y tan drástica. Una vez en la Corte de Abderramán, Sancho fue encerrado en una habitación, atado de pies y manos a una cama, y cosida la boca, para que no pudiera comer nada. Tan sólo se le dejó una abertura, para que durante los 40 días que había de durar el tratamiento, pudiera tan sólo ingerir líquidos y una serie de infusiones recetadas por el galeno. Además, le obligaron a hacer ejercicio, tirando de él con una soga para hacerle caminar en los jardines de palacio. Asimismo, se le sometió a horas de baños de vapor, para ayudarle a eliminar la ingente cantidad de líquidos que había acumulado su cuerpo. La medida fue eficiente y al cabo de ese ayuno, el paciente había perdido la mitad de su peso. Para recomponer los colgajos de carne que la flacidez había producido, fue sometido a terribles masajes.

Al fin, un renovado Sancho, fornido, pero no extremadamente gordo como había sido hasta entonces, pudo enfundarse por primera vez una armadura, para tratar de recuperar el trono perdido. Y así fue: ayudado por las huestes sarracenas, consiguió desalojar a su primo. Un ejército árabe marchó sobre Zamora en el 959. Con los navarros presionando por oriente y el conde de Monzón por el noroeste, el rey Ordoño IV abandonó el trono y huyó a Asturias. Sancho I consiguió de nuevo el trono en abril de ese mismo año.

Ordoño IV volvió sus ojos a Córdoba, pidiendo la ayuda de Abderramán para recuperar el trono, pero el Califa se mantuvo fiel a su pacto. No así Sancho I, que no llegó a entregar las diez fortalezas prometidas. Tras la muerte del Califa, consideró extinguido su compromiso, aunque su sucesor no lo vio así.

En cualquier caso, Sancho no habría de disfrutar mucho de su triunfo, pues en 966, a la edad de 35 años, murió, se presume que envenenado, siendo sucedido por su hijo Ramiro Sánchez, Ramiro III. Sin duda, es singular la historia de este Sancho I “el Graso”. Sin embargo, permítanme mis amables lectores una advertencia. Ya mediado el verano, damas y caballeros no emprendan ninguna “operación bikini” tan drástica, y déjense aconsejar por los galenos.

Jesús Caraballo

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